Escogen al primero que pillan. Lo
visten con cuatro trapos brillantes, a ser posible de bazar chino,
los sientan en un sillón pintado de purpurina, un dosel de papel de
aluminio y un pino artificial de los malos con cuatro bolas de
saldo... y ¡hala! Ya está allí el Papa Noel, Baltasar, el paje o
el cartero real. Los niños tan contentos y los padres con cara de
imbéciles tanto o más engañados que los niños. El fenómeno del
photocall navideño de los grandes almacenes es una americanada en
toda regla que, desde hace ya años, invade la planta de juguetería
de cualquier gran superficie que 'se precie'. En una de ellas, en
Granada capital, me entraron ganas hasta de llorar cuando observé la
fina estampa triste, decadente, impropia e irreverente con la
inocencia infantil a la que fraudulentamente agreden y despojan del
grado de fantasía que corresponde a nuestros hijos, sin baratas
injerencias. Se devalúa la ilusión por mor de una venta próspera
en la que la imagen y foto fija que quedará en el recuerdo de los
chavales es lo de menos para los promotores de la “venida de los
representantes reales”.
Odio profundamente el 'teatrico'. Lo
evité durante la más tierna infancia de los míos y me parece un
insulto y una tomadura de pelo amparada y protegida por los padres,
que se convierten en cómplices de una fanfarria esperpéntica y
orientada solo a un fin: comprar, comprar y comprar.
Al actor enfundado en el demoledor
barbaje, normalmente un joven del establecimiento al que despachan
con diez euritos la jornada y la sonrisa forzada, le suda y le trae
al pairo, como es lógico, que al niñito que se le acerca tembloroso
se le ilumine el rostro y que no le salgan las palabras. Con un “¿has
sido bueno?” pronunciado en un peligroso acento castrojo, se
despacha a la criaturita y al siguiente... mientras los papás se
hacen polvo disparando con la digital para plasmar el prodigioso
encuentro del nene con el enviado real, que -por cierto- se parece
mucho al monigote mecánico, con campana en la mano, que estamos
hartos de ver en las tiendas de baratija del barrio.
Por eso, cada vez que escucho en las
cuñas de radio la llegada del cartero real o de Sus Majestades (un
17 ó 18 de diciembre, glup) al centro comercial en cuestión,
enseguida imagino la tela roja de fondo, el mismo turbante de raso
que luego lleva todo quisqui en las fiestas del cole, el embetunado
ordinario y ramplón del Baltasar de turno y el engaño mayúsculo
que regalamos A NUESTROS HIJOS solo por satisfacer la cuenta de
resultados del director del centro comercial.
¡Pero que ilusos somos!.
He llegado a escuchar decir a un
crío... “¿Otra vez un paje?”. Pues si. Y que no falten. De los
Papa Noeles ya ni hablo, eso ya raya lo escatológico. Pero tampoco
hay que extrañarse, si por obra y gracia del consumismo hemos
adelantado los muertos al mes de septiembre y a principios de octubre
ya hay turrones y luces encendidas... Con tanto adelanto y afán por
vender no me extraña que se necesiten tantos pajes para mantener tan
fasto y falso escenario en el que los más perjudicados son los más
pequeños, que año tras año sacrifican -sin que nos demos cuenta-
su ilusión en favor de intereses mucho más bastardos, se empachan
de personajes reales y el día 5 de enero, cuando ven en las calles a
los verdaderos magos de su ilusión y esperanza pasan totalmente de
ellos, ni los miran y solo se preocupan de coger más y más
caramelos. Y ese es el tema, os guste o no.
¡Hala!, ahora vestiros rápido, que
esta tarde viene otro reyezuelo (con ganas de estar en otro lado)
dispuesto a convencer a vuestros niños -con vuestra feliz
aquiescencia- de que os tenéis que hinchar de comprar, comprar y
comprar. Menos mal que la crisis nos está poniendo las cosas en su
sitio.
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