Un poco de lustre para la conciencia

¿Donde quedó la complicidad?
En este escenario se desata un conflicto de valores.
El hombre me dijo que no importaba que mis zapatos fuesen unos deportivos modernos... que los iba a dejar impecables. No me cupo la menor duda, pero me negué dando todos los circunloquios posibles a mi excusa para que mi negativa ni pareciese un desprecio ni un ninguneo a su digna profesión.
Es cierto que nada me hubiese reconfortado más que pagar los tres o cuatro euros del servicio; pero también lo es la poderosa razón que me lo impidió: jamás consentiré que nadie se agache ante mí para limpiarme los zapatos; por sucios que estos luzcan.
Debe ser desolador que, cada mañana, instales tu pequeño tinglado para ganarte la vida y que la gente pase y pase, sin que la caja crezca más allá de la gratitud de algún turista que entienda este viejo oficio como una singularidad turística de la Gran Vía madrileña.
La dignidad ensalza el oficio de limpiabotas y su añejo ritual de preparación. Pero jamás soporté la foto fija del directivo repeinado, hablando por el móvil y totalmente ajeno al frotado y abrillantado del honesto bruñidor del calzado ajeno. Atrás quedan, en el legado de los años, las conversaciones reposadas entre cliente y limpiabotas, que tan bien reflejan las películas en blanco y negro de la época.
Solo ha cambiado, en este tiempo, la actitud de quien se sienta en esta trona callejera. El cliente se ha vuelto distante y altivo. El cliente ha dejado de pensar en el limpiabotas como un trabajador humilde al que equipara, inconscientemente, con las máquinas abrillantadoras de los hoteles. Quizá piensen, los que necesitan lucir brillantes sus zapatos sobre las alfombras de su estatus, que no merece la pena dedicar más atención que la justa a quien se come los fríos y los calores de este Madrid ingrato “solo” para llevarse a casa el sustento.
Mi negativa es un jornalillo menos que sumar. Y puse esto en la balanza de mi propia conciencia. Pero ganó el no querer ver a un semejante limpiarme ni el empeine ni las suelas. Pudo más el no querer dejar entrever el más mínimo atisbo de condescendencia, a la que inevitablemente hubiera caído tratando de ser amable. Mi propia imagen no se elevará jamás por encima de la cabeza de quien da lustre a algo que para mí no es necesario; sobre todo si considero que, ese hombre, es mucho más digno que yo y merece más la dignidad que yo.

Y, claro, luego llega el pensamiento conciliador: “seguro que viene otro, y otro, y se limpia los zapatos”. Así me voy más tranquilo, esquivando alguna caca para no pisarla y sentir que llevo los zapatos tan limpios como mi sentido común. Pero va a ser que no.  

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