Bofetada a mano abierta

Foto: Counselling (Cape Town/South Africa)



¡Es que a mi padre no lo veo mucho!.

Con cincuenta y tantos (muy tantos) el hombre está harto (muy harto) de que no se molesten ni en leerle no ya el curriculum, sino una simple solicitud de trabajo.
La precariedad es la norma de su día a día laboral. El miedo su ya eterno compañero y la humillación es como una nube sucia que camina a su mismo compás y sobre su cabeza.

¡Es que mi padre llega muy tarde!

Que un crío, apenas adolescente, haya terminado por digerir esta común tragedia familiar es algo indecente y vergonzante para toda la sociedad. Y no olvidemos que estamos en un Estado de Derecho. Ese Estado de Derecho que muchos defendemos porque nos hemos instruido en sus normas, formado en su poso de fortaleza histórica y porque nos metimos entre pecho y espalda los fundamentos mismos del Derecho Natural, donde se encuentra la esencia misma de la justicia. Pero yo mismo, ayer, lo puse todo en tela de juicio...

¡Mi padre no gana mucho, pero es lo único que hay y no puede dejarlo porque no va a encontrar otra cosa. Dice que se tiene que conformar con eso... por nosotros!

A saber qué se pasará por la cabeza del padre cuando llegue, cada noche, y el chaval esté en el séptimo sueño. Pero el chaval no es tonto, al contrario. Ha convertido la renuncia a las cosas y disfrutes más elementales (que deberían ser irrenunciables a cierta edad) en algo normal y lógico; porque sabe perfectamente qué pasa y qué puede pasar (a peor, lógicamente) en casa. Eso implica NO a salidas, NO a viajes de estudios, NO a celebraciones de compañeros. NO y NO. Lo de apretarse el cinturón no es una metáfora, es un estilo de vida para él y muchas familias... algunas de ellas viven cerca de vosotros, en la puerta de al lado... pero jamás lo sabréis.

“Mi padre lo hace muy bien todo... se merece una oportunidad y un trabajo de verdad, no uno como el que tiene”

¿Os suena a algo?. El día entero, enterito. Sin descansos (tal vez renunció a ellos porque no puede permitirse ese lujo). No hace falta mucho para entrever que ni el sueldo va en consonancia con tamaño sacrificio ni la dignidad personal puede levantar cabeza más de dos centímetros por encima del suelo. Siempre me llamó la atención cómo, en Madrid, muchísimos bares y restaurantes emblemáticos son atendidos por camareros y maîtres cuya media de edad supera, y con creces, los cincuenta y tantos (y muchos tantos). Profesionales como la copa de un pino cuya experiencia, educación y mano izquierda mantienen el listón muy alto en esos negocios, a los que dan relumbrón y caché con su sola presencia. Pero a Fermín (le pongo mi nombre, pero es otro lógicamente) le da vergüenza pedir trabajo en otros trabajos, harto ya de las miradas inquisitivas y/o despectivas.

Mi padre... ¡pero no se lo contéis a nadie!

Pero yo si me enteré. Porque la franqueza juvenil es apabullante y ruidosa frente al silencio cómplice de una sociedad que ensalza la mediocridad, la inmediatez, la vulgaridad y el mínimo esfuerzo. Somos cooperadores necesarios de la injusticia social, cómplices dolosos del desprecio a las personas sencillas y trabajadoras. Pero yo no me callo. Lo cuento porque desde que llegó a mis oídos esta historia, que me sentó como una bofetada a mano abierta, no paro de maldecir al sistema y a todos los que han negado y están negando a Fermín (digamos que se llama así) el pasado, el presente y el futuro de él y de toda su familia. No todos son así, y buena fe que doy personalmente de ello, pero este país está lleno de empresarios con muy buena cabeza aunque con el corazón del calibre de una aceituna.

“Mi padre... bueno, mi padre es mi héroe”.


Comentarios

  1. La vida es injusta algunas veces. Tienes una familia preciosa y la valoración super positiva de tod@s los que tenemos el privilegio de leerte.Gracias Fermín

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