Explicaba
María que los niños van creciendo y lo que hay que bregar con ellos cada
mañana. María siempre fue una mujer segura de sí misma, de atractiva
conversación, discreta en sus apreciaciones, apaciguada sonrisa y una perfecta
educación que no podría disimular ni queriendo.En
plena conversación, empero, su sonrisa la delató sin que yo necesitase
explicación alguna. Hubo un solo y fugaz segundo en su gesto que habló sin
palabras de horas de desolación, de incertidumbre y un miedo tenaz escondido y metido
en la boca del estómago.
María
solo tiene a sus dos hijos. Fuera de ellos su mundo se ha derrumbado a plomo
como una tapia vieja y rota. En la cuarentena de una vida que podía ser cómoda
y feliz se las tiene que ver sin un compañero que, simplemente, la dejó varada
como un juguete viejo e inservible. Y ese es el drama de María, el sentirse
como un juguete viejo e inservible, con la autoestima pisoteada y su vitalidad
hundida hacia dentro como si una patada del destino la hubiese invalidado para
siempre. María llevó la peor parte... la del abandono, la del ninguneo social,
la del señalamiento con el dedo…
María
pasó de ser María a ser ‘esa’.
María
es una mujer que, en tiempos espero que afortunadamente superados, hubiese sido
definida como ‘despechada’. Para mí, María es una mujer traicionada, herida por
la espalda, crucificada… y yo admiro profunda, muy profundamente, a esta y
otras mujeres que se ven a sí mismas como invisibles, prescindibles y agotadas.
Las admiro por representar, justamente, todo lo contrario a lo que ellas creen
ser.
Pero
María tiene que mostrarse como ejemplo; de hecho, es ejemplo. En su lucha
diaria por dos hijos que -posiblemente- nunca sabrán de lo que su madre está
siendo capaz solo por sacarlos adelante, ella va consumiendo milímetros de
sonrisa irrecuperable, los mismos que cada vez pierde cuando a escondidas y
muerta de vergüenza pide ayuda hasta para pagar la factura de la luz o ir al
súper.
Y
que no lo sepan los niños.
En
cada S.O.S. que lanza María, siempre casi en silencio, sin rictus de tristeza, inmensa
y digna, se le van agotando irreversiblemente los instantes bellos de un
corazón que en lo más profundo puede aún amar a rienda suelta si no fuera por
el hecho aciago de sentir desprecio de sí misma, cuando esto es lo único que
jamás debería de consentirse una mujer… Y María es una MUJER que, sin ella
darse cuenta, está dando una lección a la sociedad que incomprensiblemente y de
manera inhumana arrincona a tantas como ella.
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