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La gran injusticia de la historia es que, desde el comienzo
de la humanidad, esta se ha olvidado siempre de los que la hicieron posible.
Por eso inventamos el concepto intra-historia, ese espacio en el que jamás hubo
acontecimientos extraordinarios, sino más bien lo contrario pero posiblemente
más valioso: la suma de las vidas sencillas, anónimas, ignoradas e incluso
menospreciadas de las personas que vivieron en cada momento, en cada
generación, en cada lugar… las personas
que simple y llanamente vivieron por y para los suyos, que no hicieron ruido y
que no pretendieron más protagonismo en la posteridad que el conseguir un
rinconcillo en el corazón de quienes amaron.
Ayer murió Paco. Uno de tantos miles y millones de Pacos que
han escrito la intra historia de este país de envidiosos y desagradecidos. Y
los Pacos, como los Manolos o Pepes están destinados a no dejar recuerdo alguno
en la historia de su pueblo. Nadie les pondrá una calle. Nadie se acordará,
apenas un año después, de que “aquí vivió Paco”.
Para mí era Paco. A secas. Sin ese inmisericorde mote con el
que cambiamos el apellido de los motrileños humildes. Paco con su impronta, sus
voces, sus gestos… Paco con su vida a cuestas.
Y su vida le ha pesado mucho, muchísimo, demasiado. Ayer no
era día ni momento de hacer balances, pero fue inevitable pensar y expresar que
la justicia universal se ha olvidado de él en los últimos instantes de su vida.
Porque Paco no se ha merecido este final.
Desde siempre Paco formó parte del paisaje humano del barrio
de Santa Adela. Su Carmen (como otras miles de cármenes anónimas y
desconocidas) y él formaron un equip capaz de tirar del carro de una familia
numerosa que tuvo que navegar en el mar de la pobreza durante muchísimo tiempo.
Una pobreza apegada a las ropas de muchos de los habitantes de la zona playera
y portuaria de un Motril que pareció haberse olvidado de sus gentes de la mar.
Recuerdo un comentario de hace mucho tiempo (parece que han
pasado siglos): “son gente muy humilde, pero muy buenas personas”, decían los
vecinos.
Una madrugada, aún en plena noche de agosto, yo andaba
estudiando mis exámenes de septiembre con la ventana de mi habitación abierta.
Escuché un golpe y vi, por la ventana, que un coche había atropellado un gato.
Paco no tardó ni dos minutos en salir de su casa para recoger los restos del
animal y así evitarnos a todos el espectáculo desagradable que nos
encontraríamos al amanecer. Él era así. Poco después cogió su carro, aquel
carro que era su medio de vida, y se fue en busca de los cartones y chatarra
que el mundo desechaba pero que, para él, significaba un poco más para el sustento
de su familia. ¡Lo que este hombre tuvo que recoger y cargar durante toda su existencia!
Paco se dejó la juventud, la madurez y la tercera edad
trabajando como un burro. Sí, permitidme que utilice el símil, pero lo hago
desde el más absoluto de los sentimientos de respeto. Una manera de trabajar
inasumible hoy, en una época en que atesoramos títulos y másteres y no tenemos “ni
puta idea” de cómo y de qué manera se tuvieron que partir los cuernos nuestros
abuelos y muchos padres de la generación actual.
Y así fueron los años de Paco: cartones, el puerto, el
huertecillo, chatarra, chapuceando…. Nadie le vio jamás maldecir ni lamentarse
de su suerte. Al contrario. Él salía cada amanecer a trabajar y aunque nadie
quería su trabajo para él era SU TRABAJO. Es más, cuando volvía a su casilla de
la carretera de La Celulosa, aquella que durante décadas cobijaron dos grandes
ficus, llegaba contento y preparado para soportar a aquella legión de
jovenzuelos y jovenzuelas que ya comenzaban a pensar en salir con los amigos al
paseo, en ir a las fiestas de la Virgen del Carmen o en algún novio principesco
que llegaba a “pelar la pava” bajo los relentes de aquellos julios de la
juventud.
Su propia hija, mi amiga, me confesó una vez llorando el
trance que se pasó en su casa una Navidad en la que no hubo dinero ni para
mantecados. Pero esas eran cosas que se quedaban de puertas adentro, que se
asumían en una familia que jamás se avergonzó de ello y que su férrea voluntad
de salir adelante, todos unidos, consiguió que con el paso de los años todo
fuese cambiando.
Todo, en efecto, fue cambiando. Menos Paco. Ni la casita
nueva que se entregó a las familias humildes de Santa Adela hizo olvidar a este
hombre que cada día era una llamada al orden para seguir trabajando, buscándose
la vida, rebuscando en su propio horizonte con una capacidad y una tenacidad
que ya querría yo ver en algún burócrata de esos que reciben premios por dar un
“pelotazo” con alguna promoción urbanística. Paco ha sido un ejemplo de
dignidad y fortaleza personal.
Con los años, su piel se fue arrugando aún más. Su vejez
física se multiplicó por el efecto del viento del mar y de las décadas a pleno
sol. Carmen y él ya aprovechaban para darse caminatas por un Paseo Marítimo que
ni él mismo pisó en toda su vida pese a estar a 100 metros de su casa, porque
su único objetivo, trabajo, entretenimiento y obsesión era su familia: y a su
familia la quiso con tanta locura que no cerró los ojos a la vida hasta que los
tuvo a todos alrededor de la cama.
En sus últimos minutos, cuando el médico vino a ponerle
medicación paliativa, tuvo Paco un momento de lucidez y le soltó a aquel: “Lo
que usted mande”, una frase que resume muy bien el entendimiento, el respeto a
los demás y la educación de un hombre que sin estudios ni oportunidades, ha guiado
su vida por un sendero recto y respetable.
Eso sí, habría que ver las cosas que Paco habrá pensado a
solas. Las vueltas que le habrá dado a su cabeza durante toda su existencia.
Cosas que se habrá quedado para él. Porque de su boca jamás salió más discurso
que el de luchar por su familia.
Hace poco más de un año se marchó Carmen. Su Carmen. No hubo
nunca el uno sin el otro. Y Paco no volvió a ser el mismo. Y los dos fueron un
imán que ha ido atrayendo a una familia multiplicada por diez que jamás se
despegó de sus abuelos.
Por eso decía que su final ha sido una injusticia
inasumible. No mereció Paco la crueldad de una enfermedad que le arrebató la
vida en dos semanas. Hace apenas seis días sus hijos lo llevaron al paseo,
frente al mar. Uno de sus últimos instantes de la lucidez que perdemos para que
el tránsito al más allá sea tan fácil como cruzar un balatillo.
Hoy seguramente estará riéndose, a voces, con su Carmen,
mientras contemplan el rebalaje de la eternidad cuajado de estrellas y con olor a espetillo. ¿Quién sabe lo que tendrán que
contarse?
Y, por favor, no olvidéis nunca que en Santa Adela vivió
Paco. Paco a secas. Paco sí forma parte ya de la historia de este pueblo.
D.E.P. Francisco Rodríguez Sabio. Paco.
He tenido la suerte de veranear mucho años en Santa Adela y a través de tus palabras me he transportado en recuerdos, sentimientos y hasta olores. Gracias por tus palabras y por hacer recordar a personas que merecen ser recordadas por su historia personal
ResponderEliminar¡Gracias, Fran!
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