L@s que tienen que servir


Debe darlo el oficio. Lo de la sonrisa y el mirar a los ojos.

Conozco pocos camareros y camareras que no hagan una cosa y otra. Y eso que no corren buenos tiempos para un oficio donde la eventualidad y la temporalidad van incluidas en el servicio.
Los camareros siempre me han merecido un respeto especial; ni siquiera el trato cercano, muchas veces casi familiar que exhiben en según que establecimientos, debe ser confundido con otra cosa que no sea el esfuerzo por agradar, por servir adecuadamente y por ejercer con dignidad un trabajo sometido, con frecuencia, a las miradas denigrantes, a las exigencias de maleducados y vocingleros o al habitual suplicio del borrachuzo de turno que se empeña en prolongar forzosamente la jornada laboral del camarero mucho más allá de lo aceptable.

El camarero forma parte del escenario humano de nuestros mejores momentos, de nuestros instantes relajados, de las ocasiones en que perdemos la vista sobre la barra intentando rebuscarnos a nosotros mismos; ellos entran y salen en la escena de nuestra soledad o de nuestros encuentros y reuniones bulliciosas. El camarero o la camarera nos observan pero no suelen enjuiciar, están atentos a nuestros movimientos pero no reprochan actitudes. En el camarero buscamos la complicidad que, en muchos momentos, no hallaríamos en los huecos vacíos a lado y lado de la barra, cuando no hay amigo en quien descargar la murga de nuestra existencia, un tanto descolorida por tres o cuatro inmersiones consecutivas en un vaso grande de Gin-Tonic áspero y frío.

A las tres de la madrugada, la mujer o el hombre que no paran de moverse tras la barra, secando vasos y copas con la bayeta, solo traslucen templanza y pulcritud. No se muestran nerviosos ni inquietos; aguantan gentes y gentuzas de toda índole y calaña, pero no se amilanan y mantienen intacta una norma de auto-obligado cumplimiento: La sonrisa. Otra vez la sonrisa.

No hace muchos días, un camarero de cincuenta y tantos años se dirigió a mi con una actitud tan profesional que me asombró por su impresionante carga de dignidad, de sentido del servicio, de la amabilidad que todos buscamos pues escasea peligrosamente en el trato comercial diario. Un camarero ‘de la antigua escuela’, un señor atendiendo y ofreciendo. Seguramente muchos ni reparan en esas actitudes de los que son trabajadores como la copa de un pino y se ganan el sueldo a base de muchas horas de estar de pie, de ser eficaces, amables, de ‘tragar’ en demasiadas ocasiones. Conozco a otro, también mayor, que cuando me ha servido en un pequeño y delicioso comedor ha convertido la llegada al local en una escena familiar, casi entrañable gracias al trato dispensado, siempre con extraordinaria calidez, por quien luce la camisa blanca, la corbata y el chalequito con una impoluta respetuosidad, elegancia y saber estar. Hay quien no quiere prebendas con quien sirve las cañas o copas y prefieren mantener las distancias; no es mi caso, no. Me gusta el comentario sagaz y alegre del camarero mientras tira del grifo de la cerveza; me siento cómodo en la confidencia a voces del joven luchador que acaba de abrir el bar y hace lo humanamente imposible por ganarse al personal; me río siempre que suena la campana y dicen el reconocible “¡boooote!” o, como contestó con gracia el camarero-dueño del bar donde nos templamos el espíritu en el mediodía de Nochebuena una vez que le llamamos ‘Garçon’….. “¿Tengo yo cara de garçon?, decía a voces para que se enterase el bar en pleno, mientras los demás nos partíamos de risa.

Es muy raro, por lo demás, que el camarero o la camarera de verdad saquen los pies del tiesto y den un mal pronto, por mucho que a veces el cliente lo merezca. Los malos modos y malas contestaciones (que las hay y las he vivido) vienen siempre de los advenedizos de la profesión o de niñatos metidos al oficio de mala gana. El auténtico, el verdadero profesional ocupa la barra como un territorio sagrado en el que las formas son norma de estilo y en el que la educación no es una fórmula de protocolo, sino casi un imperativo legal que ellos y ellas manejan con extraordinaria habilidad y yo diría que hasta con generosidad.

Y eso muy a pesar de los “¡Oye, tú!” dirigidos a camareros, tengan la edad que tengan por respetuosos señores de traje y corbata o del “¡psss, oye!” con que los más jovenzuelos creen y entienden deben dirigirse a un hombre y mujer que, por estar detrás de una barra, parece que ejercen un oficio de menos rango profesional, cuando es justamente todo lo contrario. Yo, sinceramente, creo que ejercen un trabajo no solo digno, sino necesario y muy poco reconocido… A ver como estarían las consultas de los psicólogos si no fuese por ellos.

Comentarios

  1. Fantástico Fermín.
    Yo, que me he criado detrás de una barra se bien de lo que hablas y me alegra leer esto.
    Respecto a los que tratan con superioridad y altanería a los camareros, no saben el ridículo que llegan a hacer a veces los ilusos. Además, al camarero le queda siempre la elegancia de ponerle la misma y agradable cara que a todos, a la vez que le está diciendo con esa misma mirada que es un auténtico gilipollas.

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  2. dile a un ingles ponme un cafe (you put me a coffee) si es que suena hasta mal...ni te harian caso!!!... la educacion por encima de todo hasta en su forma de hablar can you give me a coffee please?? y siempre el please en cualquier frase.. igualico que nosotros.. no nos queda nada que aprender!

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