Es una calle de las de ‘toda la vida’. No hará falta más explicación para quienes hayan disfrutado de sabrosos años en zonas de barrio añejo, soleadas y oliendo a baldeo de media tarde. Las casas se van sustituyendo por otras más modernas, pero aún se resiste la esencia de lo entrañable y de la vecindad que niegan puertas y ventanas blindadas para que no se escape el aire acondicionado.
En el número 43 de la cuesta, justo donde un camión de cierta anchura rozaría a lado y lado, Lola tiene su casa de rejas retorcidas pintadas de purpurina plata (como tantas en las viejas casas del sur de Granada), las persianas de madera, también de toda la vida, y puerta con un buen tranco, como Dios manda.
Ocupando la acerita, Lola se apalanca cada tarde en su silleta plegable y a su vera extiende su colmado callejero; cuatro o cinco cajas de plástico apoyadas en el zócalo rugoso de la fachada. Un curioso expositor de berenjenas, tomates gordos como pollos y unos pimientos que te meten el olor hasta lo más profundo del sentido.
Y allí está Lola, más sola que la una mirando pasar los coches, los ‘amotos’ y a la vecina Eduarda que, como ella, se resisten a abandonar un mundo que ya no es suyo, pero del que son embajadoras y afortunadamente supervivientes para recordarnos a todos que lo sencillo aún es posible.
Tres o cuatro cajas de hortalizas más que frescas. Jugosas. Son del ‘peacillo’ de la familia, allende los cerros colindantes en el que el marido todavía riega a tanda, a madrugón y a manos que serían capaces de lijar una pared de una sola pasada.
Los observadores modernos hablarían de ‘etnografía’. Yo lo rebajo a ‘costumbre’ o a la sana pervivencia de un modo de vivir o compartir pues, me pregunto ¿Si de lo expuesto no sacará la mujer más de diez euros en todo el día, qué pinta ahí?. Pinta su propia vida, su propia individualidad, su pertenencia a la tierra, a un barrio, a una época. Lo de menos es el vender, lo de más el estar, la bondad de su presencia y el valor de su aportación a una cultura extinta, socialmente bella y jamás decadente.
Y Lola no es la única. En esos barrios que se resisten a transformarse –por fortuna la crisis también los va a dejar en pie al menos dos o tres décadas más- descubro cada día esa pequeña sorpresa de otra Lola sentada en la puerta, con sus cajillas o la otra versión extendida de media puerta abierta, dejando ver en la penumbra del interior el preciado tesoro de la cosecha particular dispuesta a ser no vendida, sino ofrecida. Dificil resistirse a la lechuga que ha de ser consumida rápido para no sucumbir marchita (bendita frescura) al tomate ajado y picoteado por los bichos, a las papas gordas y terrosas, los manojos de cebolletas para que las tortillas revienten de gloria o hasta los hinojos que darán pucheros de antología.
A cada una de estas casas se la suele conocer con el nombre de la propietaria seguido del producto que más vende… Fulanica la de los ajos, Menganita la de las almendras… Mi abuela me decía: “Llegate ‘aca’ la Paquita y compra dos morcillas”. Y la Paquita abría una alacena –¡qué ya daría yo lo que fuera por encontrarme una alacena así en algún aséptico supermercado actual!- y te cortaba dos buenas morcillas que liaba en papel gris y del que –de seguro, de seguro- no ibas a pillar jamás nada malo. Aquella tiendecilla de barrio, que no era más que una extensión natural del saloncillo de la casa, con un mostrador de madera marrón y su balanza encima, tenía una dueña trabajadora e incansable, que a las cinco y media de la madrugada preparaba bocadillos de mortadela y pringá para los hombres de la calle que, a esas horas, ya andaban tirando de los burros caminito de la vega y de los cerros, mientras pegaban voces que se entendían ajadas por el aguardiente y el café de malta.
A cada una de estas casas se la suele conocer con el nombre de la propietaria seguido del producto que más vende… Fulanica la de los ajos, Menganita la de las almendras… Mi abuela me decía: “Llegate ‘aca’ la Paquita y compra dos morcillas”. Y la Paquita abría una alacena –¡qué ya daría yo lo que fuera por encontrarme una alacena así en algún aséptico supermercado actual!- y te cortaba dos buenas morcillas que liaba en papel gris y del que –de seguro, de seguro- no ibas a pillar jamás nada malo. Aquella tiendecilla de barrio, que no era más que una extensión natural del saloncillo de la casa, con un mostrador de madera marrón y su balanza encima, tenía una dueña trabajadora e incansable, que a las cinco y media de la madrugada preparaba bocadillos de mortadela y pringá para los hombres de la calle que, a esas horas, ya andaban tirando de los burros caminito de la vega y de los cerros, mientras pegaban voces que se entendían ajadas por el aguardiente y el café de malta.
Esa tiendecillas fueron muriendo con los tiempos, y como un remanente intemporal perviven las cajillas en la puerta o las puertas abiertas a la mitad. Y es que el tiempo, a pesar de su evanescencia, se empeña en quedarse quieto en los rincones de muchos pueblos, para cogerse siempre de la mano de una mujer madura, de rasgos suaves y risotadas cómplices y cariñosas. Hay tantas Lolas y Paquitas que parece que una época entera se resiste a hundirse en los olvidos y para eso el tiempo juega una carta que siempre gana la partida, la del sabor y los aromas de los tomatazos rajados o de los pimientos verdes que quitarán el sentido hoy y siempre.
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