De ser un remolino de mujer pasó a ser una mujer arrastrada por un remolino en el que la fantasía, los miedos incomprensibles, la obsesión persecutoria y aquellas terribles y desoladoras escenificaciones de su propia e hilarante existencia se apropiaron de su mente para devastarla como un ejército de mortales termitas.
De buscarla, durante años, para
sentir en mi cara sus manos oliendo a jabón mientras me soltaba su apabullante
retahíla de sonrojantes piropos pasé a rehuirla, a esconderme, a sentir un
pavor que solo me he atrevido a relatarlo veinte años después, no sin sentir al
mismo tiempo un vacío denso en el que puedo escuchar el eco de sus risas a
destiempo, de sus explicaciones sobre confabulaciones mundiales hacia su
persona, de su obsesión por lo religioso, por el pasado más pasado, de su
devoción por el bastón, las gafas y el reloj de quien fue su esposo y del que
se olvidó en poco tiempo.
Cuando todo esto ha ocurrido y te
pilla a traición en la frontera entre la niñez y la adolescencia, la sucesión
de acontecimientos anula cualesquiera otros recuerdos anteriores, más bellos y
amables, más de días de luz y sonrisas. Pero yo si he podido hoy bucear en esa
etapa anterior y muy en el fondo, a la luz débil de un hermoso sueño de una
noche de otoño, encontré varado en el lecho de aquella vida lejana el brillo
aún posible de sus palabras coherentes, de su afán de tener limpios y bien
alimentados a los suyos… del día que se presentó en mi colegio, a la hora del
recreo, y tras las rejas del patio me dijo: “¡mira lo que te he comprado!”… y
me entregó el librito nacarado de mi primera comunión, en el que se gastó un
dineral y cuyo valor sentimental para mí fue tan enorme que lo guardé para
siempre con tal celo, con tal mimo –ajeno a traslados y mudanzas- para hacer
posible que mis dos hijos lo llevaran en sus manos llegado el momento, como así
ha sido.
Es curioso, ha habido que esperar
no muchos años, no, sino una época entera, una generación entera para que en
mis sueños haya venido a verme aquella menuda mujer para volver a entregarme el
librito. No vino con reproches, ni enfadada por el hecho de que durante un
tiempo inacabable, desesperado y desesperante nos abrumara su locura, no. Vino
sonriendo, tal y como nos contaron que murió de manera plácida, consumida en sí
misma y vestida de blanco hace ahora diecinueve años.
Algo hermoso debe haber pasado,
pues en este momento he sentido una necesidad imperiosa de tomarme una
fuentecilla entera de mermelada del albaricoque.
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