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Simon /Pixabay |
A cualquiera de nosotros, con un mínimo de corazón, nos
conmueve profundamente la muerte de los niños. Y no, no es cierto lo que dicen
quienes hoy están azuzando por las redes sociales en relación a que “hay niños
de primera y segunda clase”. Me parece horrible esa apreciación. Yo hablo por
mí. Niños ahogados y arrojados a la playa por las olas; niños asesinados a
miles por los nazis; niños muertos de hambre, a millones, en África; niños
desaparecidos… todos esas tragedias nos provocan un terror interior que solo
entenderéis en toda su dimensión si sois padres.
Pensaba en la contradicción del personaje de Unamuno porque,
durante 12 días, todos hemos sido presas fáciles de una contradicción similar.
Cuando ocurrió la terrible desgracia nos metimos en la piel de los padres, pero también en la del pequeño. Confieso que intentaba eludir el pensamiento cada vez que imaginaba el horror del accidente, el miedo del pequeño y lo que es peor… su soledad. Una mente de dos años intentando llamar a mamá y a papá en medio de la oscuridad más absoluta desde el fondo de un agujero infinito y espantoso.
Cuando ocurrió la terrible desgracia nos metimos en la piel de los padres, pero también en la del pequeño. Confieso que intentaba eludir el pensamiento cada vez que imaginaba el horror del accidente, el miedo del pequeño y lo que es peor… su soledad. Una mente de dos años intentando llamar a mamá y a papá en medio de la oscuridad más absoluta desde el fondo de un agujero infinito y espantoso.
Fijaos que, desde el principio y aún a sabiendas de la
profundidad y de la estrechez del mismo, todos dimos por hecho que el pequeño vivía. Lo
dimos por hecho porque frente a la racionalidad objetiva pura y dura surge (y
hace frente) la razón del alma. Esta última se aferra a lo imposible a través
de su arma más eficaz y anestésica: la esperanza. Y con esa esperanza hemos
seguido por tv, por las redes, por todos lados... la agónica y feroz lucha
llevada a cabo por TODOS los héroes anónimos que han hecho posible una gesta humana sin
precedentes.
Los metro a metro del final fueron… ¿cómo explicarlo?... una
cuenta atrás en nuestros propios sentimientos, totalmente embargados por esa
racionalidad irracional del alma, que incluso nos hacía imaginar un llanto al
otro lado de la pared de piedra, mientras los héroes subterráneos llegaban
hasta él y culminaba un rescate feliz. No importaba que hubiesen pasado doce días, ni que hubiese caído más
de setenta metros. No. Cualquier apreciación nos llevaba, nuevamente, a la
esperanza. Pero el final lo ganó la realidad más fría que justifica plenamente
a la razón.
Esta mañana, recordé la frase del cura de un pueblo
imaginario, que rechazaba con vehemencia esa frase de “angelitos al cielo”, un
epitafio que –confieso- jamás me ha gustado porque no lo concibo más que un
paño caliente con el que cubrir un hecho espantoso, deshumanizado y cruel. Que
cada cual guarde y defienda sus convicciones religiosas y su fe. Las mías tienen fallas
insalvables en la comprensión de hechos como los que hemos vivido hoy,
totalmente consternados. Nada justifica la muerte de los niños, nada y espero,
de corazón, que los angelitos no se tengan "que ir al cielo” simplemente por
nuestro capricho, imprudencia, crueldad y pensamientos. ¿Qué más cielo que el
regazo de sus padres y una vida feliz por delante? Lo siento… no puedo imaginar
otro cielo distinto y mejor, sobre todo si -como D. Manuel- te cuestionas el
basamento mismo de tu fe personal . De verdad, lo digo de corazón y
tremendamente confuso y cabreado, sin ganas de entrar a debatir nada de esto.
Descansa en paz en lo más profundo de quienes
tuvieron la suerte de abrazarte y que todos estos puedan, algún día, alcanzar el consuelo que merecen.
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