En el cielo han preparado un buen choto

Foto: Imaresz
Llevo tiempo escuchándome a mí mismo decir que "la vida es muy larga". Realmente el tiempo es una medida adaptada a cada ser humano, a modo de traje entallado a nuestro interior que el sastre del destino hilvanó, con suma destreza, no utilizando mas hilo que el tejido por las vivencias. Y estas pueden hacer que tu existencia sea tan extensa como intensa.
Acaba de marcharse con tan sólo 94 años. Digo tan sólo porque de no ser porque yo sí conocía su edad, cualquiera no se lo hubiera creído de quien hasta el día de antes acudía a su ritual del café y periódico en la Plaza de España del pueblo donde vivió siempre: Motril (Granada). Al ladito justo del que fue su trabajo hasta que se jubiló hace más de treinta años, el ayuntamiento de la ciudad.
Yo me lo encontraba cada mañana y nunca dejó de sorprenderme verlo feliz, parlanchín y buscador del beso en la mejilla que nos prodigó a quienes tuvimos algo que ver en su vida. Yo lo tuve, hace tantos años que el recuerdo se me diluye.

Su familia y la mía se convirtieron en una sola. Eran los tiempos de las calles del pueblo sin asfaltar, de las casas con las puertas abiertas y de las madrugadas con los acarretos camino de los campos de cañas. Fue entonces cuando Pepe Denia (que así se llamaba) y mi abuelo Antonio Fortes se convirtieron en "compadres" (que, para los foráneos, es un variante de familiaridad mucho más importante que la de ser hermanos). Corrían los cincuenta y comenzaban a correr los primeros chiquillos de ambas familias por la embarrada calle de las cruces. Las dos familias crecieron y se multiplicaron y la casa de cada una era, a su vez, la del otro. Sin fronteras.
Pepe nunca superó la muerte de mi abuelo, ocurrida hace ahora justo 43 años. ¡43 años!.

Mi madre me contó hace poco que, pasadas esas cuatro décadas, si alguien le nombraba a su compadre Antonio el hombre se echaba a llorar como un crío. Jamás lo olvidó. Cuando supe esto me sentí terriblemente desolado, pero a su vez me hizo pensar en la profundidad del alma de las personas y en la extensión de sentimientos que se sobreponen al tiempo, que lo traspasan y que al mismo tiempo se convierten en intemporales. Pensé en el extraordinario poder de la amistad y en lo poco que hacemos por disfrutar intensamente este don.

Todos los demás fuimos creciendo, mientras que Pepe veía volar a todos los suyos y soportar la tragedia de perder a su esposa hace casi un cuarto de siglo y a su hijo mayor.
Y así comenzó el tiempo a dilatarse. No hace mucho yo mismo me preguntaba qué podía sentir una persona que comenzó a perder a los suyos hace tantísimo tiempo. Es una pregunta que me produce dolor y una cierta ansiedad ante el abismo de la nostalgia.
Denia superó a toda su generación en muchas décadas y, pese a todo, seguía sonriendo y ofreciendo su gracioso cariño a todo aquel que, en su día a día, se cruzase en su camino.
Recuerdo, muy de pequeño, aquellos chotos familiares en Las Ventillas o en el patinillo de la casa de mis abuelos. Las fiestas de San José y San Antonio, otra vez con choto y pasteles (cada uno celebraba, como suyo, el santo del otro compadre)... Recuerdo, como si lo tuviese grabado, el corte brutal que supuso la muerte de su compadre Antonio.

Veréis, no sé cómo explicarlo. La amistad que viene envuelta en la lealtad mutua adquiere carta de eternidad en el alma de quienes la lucen como un brillo especial. Yo estoy seguro, pero tan seguro como que me llamo Fermín, que hay amigos que lo son más allá de la vida y de la muerte; porque la amistad, como la energía, no se destruye sino que se transforma en algo bestial e inexplicable con lo que no pueden ni el tiempo ni el espacio.
Cuando supe de la muerte repentina y dulce de Pepe Denia tuve la certeza, de inmediato, que alguien muy cercano a mí vino a acompañarle desde los ya cuatro lustros de su eternidad; porque su compadre de todos los tiempos tenía que venir necesariamente a recoger a su amigo... ¡a su amigo!... guiñándole el ojo y ocultándole, para que fuese una sorpresa, que había preparado un choto, ¡pero un choto! que hasta San Pedro le echó un regañerón por montar semejante fiesta de bienvenida. Del resto de invitados ni os cuento, porque hay demasiado sentimiento para poder contarlo aquí y, simplemente, no soy capaz.

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