El niño de la manta

Foto: enginakyurt

No hay nada peor para un pueblo que la ignorancia, incluso peor que la incultura. Por desgracia, hubo épocas muy recientes en que aquella venía dada casi por herencia genética; aunque tampoco se lo podemos reprochar a una generación que bastante tuvo con subsistir y sacar a los suyos adelante, cosa que hizo.
Hoy, como un flasback, he visto en mi mente a aquel niño de edad indefinida. Ha sido una punzada de un recuerdo que no venía a mí desde hace décadas. Lo había olvidado, pero las cosas hirientes de nuestro pasado permanecen ahí, clavadas como pequeñas espinas en el cerebro, esperando el momento justo para darnos la puntilla.
Os ruego que me permitáis ser directo y no andarme con rodeos. Al niño le decían “el tontico de la manta”. Entenderéis, a partir de aquí, mi reflexión inicial. Desde que tuve uso de razón le vi ahí, en ese lugar que hoy me parece tan presente e imborrable que me provoca la tristeza que no oculto escribiendo eso. En su eterna silla de ruedas, tapado con su habitual manta de rayas (de las de entonces y fuese invierno o verano), con su cuerpo escuálido, blancuzco, retorcido, la cabecica ladeada, las manos crispadas sobre el regazo, las piernas juntas por las rodillas y abiertas con los pies hacia adentro… aquella sonrisa perenne y su balbuceo. ¡Dios mío, su balbuceo!
Elevaba el tono ininteligible a modo de llamada de atención cada vez que alguien pasaba frente al porchecillo de su casa. La gente mayor siempre lo saludaba por su nombre y le preguntaban, a voces, con esa condescendencia de quien habla con alguien que se sabe no responderá, como si fuera un bebé… ¡cómo estas hoyyyy! Pero hoy era igual que ayer, e idéntico a mañana.
Aquella criatura vio la vida pasar desde su silla. Tal vez tenía 13 años, puede que 25 o más... Su familia humilde, muy humilde, se refería a él como si fuera un bebé que necesitase el cariño de frases que hoy en día le dedicamos a nuestros perritos.
Yo entonces, un jovenzuelo de pelos largos que pasaba frente a su casa, para ir a la playa, y sin más atavío que un taparrabos desvaído a modo de bañador, y unas chanchas gastadas de dar “corrías” de un lado a otro del barrio...yo... confieso que muchas veces aceleré el paso sin mirar. Quizá por vergüenza de mí mismo, quizá por miedo a algo que no terminaba de entender o tal vez por una inmensa misericordia que se clavaba en el alma de mis escasas e infantiles entendederas.
Hoy he echado de menos el detenerme frente a su casa. Abrir el cancel y cogerlo de las manos. Sin más. Hoy, en el momento en el que algo que he visto en la calle me ha traído su recuerdo, he caído sin más en que aquel niño-hombre tenía parálisis cerebral. Pero hace varias décadas era, y espero que Dios nos perdone a todos, el “tontico” al que yo jamás llamé así, pero que tantas veces escuché de voces no malas ni perversas, no, simplemente ignorantes en la buena fe.
Un día dejó de estar. Fue entonces cuando pensé en su mantica huérfana y en la orfandad de una madre que no tuvo más medios que el amor, su entrega vitalicia y el hablarle como a un bebé. Desde entonces, camino de la playa, miraba de reojo buscando su silla, su presencia inherte y sólo encontré la oscuridad del remordimiento. El mío y el de todos.
Tontico se llamaba a todo el que era diferente, especial y único. Y eso me ha llevado a pensar profundamente en lo que todos podemos hacer para cambiar el mundo de quienes nos rodean, a pesar de que pueda parecer que no nos escuchan, que no nos reconocen... Y es justamente todo lo contrario, porque estas personas sienten infinitamente más que nosotros en la soledad de su silencio, en el vacío de su alma. Y ahí los demás tenemos la obligación de no pasar de largo, mirando hacia otro lado... nosotros podemos tenderle puentes a la vida, en toda su dimensión, amor, espiritualidad y generosidad.
¡Qué mal, pero qué mal lo hemos hecho!.
P.D. Esta historia es real y doliente. Permitid que no de nombres ni lugares concretos.

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