La tiendecilla de la calle Cruces

Paquita y su madre, María, son dos tenderas que forman parte de la historia de Motril. /F. ANGUITA

Nota: El texto y la fotografía fueron publicados en el diario IDEAL, por el autor, el 19 de enero de 2009




En el verano de 1966, Motril ‘terminaba’ en lo alto de la calle de las Cruces. La frontera norte del casco urbano la delimitaba el cortijo de Larios, que venia a coronar una calle amplia, de tierra en toda su longitud, soleada y flanqueada por cuatrocientos metros de casitas bajas y fachada blanca, en muchas de las cuales la entrada principal era compartida por sus moradores y por los burros que, todavía en esa época y al término de la jornada atravesaban los pasillos de las viviendas para dirigirse al establo y corral interior que muchas de estas casas tenían.

El ambiente vecinal y casi familiar de la calle era idéntico al del resto de la ciudad-pueblo que se permitía el lujo de poder ver, sin ningún obstáculo visual, el cerro de la virgen desde cualquier punto de su caserío.

En ese verano, María López y Francisco Linares se instalaron en una casita, derribada hace ya muchos años, que existió al final de dicha calle y que, como otras muchas de la zona, disponían de salida también a la de Piedrabuena, en la que –por cierto- ya existía la farmacia de Asunción. Pero María no solo puso allí casa, puso ‘la tienda’ que daría carácter e impronta a toda una zona y a toda una época vecinal marcada por la humildad de las personas, los escasos medios de los motrileños de entonces, la mercancía ‘fiá’, los aperos de los peones que venían a la caña y los éxodos playeros de día entero de los veranos de entonces.

María pronto dio su sello a una tienda que tomó en traspaso por 9.000 pesetas de las de entonces, y que había sido regentada anteriormente por María Rubiño y después una mujer llamada Elisa; la casa era propiedad, entonces, del recordado Jesús Carmona cuya familia es la única que hoy en día continúa viviendo en la calle de las Cruces y su casa la única de la época que –aunque parcialmente reformada- sigue en pie. Y si María fue el ‘corazón y alma’ de la tienda, Paquita –su hija que, por aquellos entonces no tenía más de 12 ó 13 años- pronto se convirtió en la ‘cabeza’ de la misma. María, hoy felizmente jubilada sonríe al recordar como su propia hija tiró del carro… “Ella me enseñó a hacer las cuentas”, explica.


Cuentas ‘fiás’

Y es que, de verdad, cuentas había que hacer y muchas; porque los tiempos eran duros. En la tienda de María y de Paquita se vendía de todo, se vendía ‘por cuartos y por medios cuartos’. “Cuando las cañas se vendía muchísimo –relata la dueña-, pero lo más impresionante era la humildad de esa gente de El Padul, de Dúrcal, La Herradura, que trabajaban en la zafra y dormían en los aperos de la calle, en la propiedad de Dolores, la Palacia”. Los hombres cobraban su salario cada diez días y las esposas, lo primero que hacían, era saldar cuentas en la tienda; cuentas que se iban apuntando en la libretilla y que en todos esos años nunca dieron números rojos para nadie, porque todos pagaban lo suyo.

La tienda daba trabajo, como tantas otras que hicieron época y casi historia en Motril. “Yo comía de pie porque no se paraba en todo el día”, rememora Paquita… Y es que vida familiar y laboral se mezclaban tanto como tantas horas tiene el día. Las puertas nunca estaban del todo cerradas y se abría hasta los domingos… “Durante veinte años tenía que recibir el pan a las seis de la madrugada y esto contando con que, en plena noche, no tuvieras que preparar bocadillos para alguien de la calle que tuviera que irse inesperadamente a un trabajo… Pero era nuestra vida”, dice María.

Los vecinos lo fueron todo. Entraban y salían en una humilde estancia en la que se ofrecía fruta fresca, aceite, azúcar, harinas y huevos frescos que colgaban en aquellas prácticas hueveras o cestas de alambre sobre el mostrador. Vivienda y tienda se fundían en un todo común separado por una puerta, una cortina que dejaba atisbar una acogedora mesa camilla junto a la que, años después, se sumó un receptor de radio “que mi marido se trajo al cambiarlo por un marranillo”, rie María al recordarlo. Todo era humildad en esos días, pero también todo se compartía… “Mi Fernando se iba a ver la tele a casa de una vecina, muy pocos tenían de eso en sus casas”. En la tienda, eso sí, pronto llegó una nevera para guardar las chacinas; costó 10.000 pesetas y entre los servicios prestados a la comunidad destaca el que, incluso, algún vecino podía guardar allí sus productos perecederos. También entró una hornilla en casa de María… “la compré con un poquillo de dinero que nos tocó en la lotería a mi vecina Antonia Pineda y a mi”; y junto a Antonia, esta mujer recuerda a otras muchas con las que compartió muchas horas tras el mostrador: Marisa Larios, Estrella, Cabeza… “Todo personas buenas y de las que siempre te podías fiar”, asegura María, asintiendo con la cabeza… En la calles siempre escuchabas aquello de “¡niño, vete aca la Paquita y traete…!”. Porque, muchos terminaron por ponerle a la tienda ‘la de la Paquita’, a pesar de que su verdadera propietaria era la madre; un detalle que hace reírse a María al recordarlo.


Desplumando pollos

Los mejores momentos del año, para la venta, eran –aparte de la campaña de la caña- los domingos o los días grandes del verano, cuando la gente se iba en masa a la playa… “Llegaba a gastar un jamón entero, loncheado”. Y no digamos con ‘los pollos’. A María se los traían Miguel y Pepe los sábados; ella los sacrificaba y pelaba allí mismo, y las clientas se empeñaban en llevarse siempre el que estaba todavía “más calentico”; pollos sanos lo mismo que una fruta que terminó por hacerse famosa: “Llegaba a traerme tres mil pesetas de fruta y se vendía entera”, cuenta Paquita…

En 1975 todo comenzó a cambiar. La ciudad comenzó el ensache por la calle Ancha y Motril pareció volverse loco con la construcción. En la zona norte no había nada y, por tanto, el nuevo vecindario hacía escala en ‘La María’ o ‘La Paquita’ para aprovisionarse. La cuenta atrás del progreso se había iniciado.

En 1985, en pleno mes de diciembre, llegó la hora de cerrar un ciclo. Una vida entera. La calle de las Cruces había iniciado su carrera contrareloj hacia el futuro impersonal y bullicioso que caracteriza hoy a nuestras ciudades. Hoy ni siquiera existe una fachada vieja con un letrero de Coca-Cola que recuerde que allí, un día, se vendía calidad, trato familiar y mucha cuenta ‘fiá’. “Hemos luchado mucho, mucho, pero gracias a Dios hoy no nos falta para comer”, cuenta Paquita con una sonrisa, mientras su madre aprieta en la mano la llave oxidada de la puerta vieja de la tienda. Lo único que queda de ella, ni siquiera una foto… Pero sí muchos recuerdos.

Comentarios