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Foto: Gerd Altmann |
Nuestra existencia se detiene durante dos días, cada vez que alguien de los nuestros se embarca dispuesto a cruzar el mar. En esas eternas cuarenta y ocho horas nos vemos obligados a aceptar que la situación es irreversible. Dos jornadas que quedan en blanco en el almanaque de nuestra vida y que nos enseñarán a sobrellevar una ausencia para la que, en muchos casos, no hubo ni pañuelos blancos agitándose en el viento mientras le aguantábamos la mirada a nuestro ser querido.
Las despedidas sin adiós no son
despedidas. Te arrancan algo muy tuyo como si le dieran una patada
terrible a tu alma.
Decían los antepasados, nuestros
abuelos y hasta los psicólogos que el LUTO es un paso necesario para
que los que quedamos aquí podamos superar el dolor de un viaje de
alguien muy, muy cercano, que se fue sin avisarnos.
Tal vez sea así, pero… ¿Cómo le
decimos esto a una persona que pierde a su otra mitad, a su mejor
amigo o amiga, a su hermano o hermana… A su hijo o hija?. No
comenzará a entenderlo hasta mucho tiempo después.
Sin embargo, hubo seres que dieron el
salto a la eternidad sin despedirse… Pero desde las alturas del
cielo infinito de las almas enviaron un mensaje de consuelo a los
suyos.
Algo así ocurrió ayer.
Su partida no requirió de embarque
previo en el puerto de la existencia terrenal. El navío partió
rápido y sin hacer ruido. 38 años se esfumaron en una estela de
espumas de plata que se iban abriendo y diluyendo en un mar diáfano
al que sus familiares se empeñaron, durante horas, en encontrarla en
el horizonte… Mirando sin entender cómo y porqué se había
producido esa injusticia tan desgarradora.
Pero ella sí se despidió. Lo hizo
durante una noche entera tras el cristal del moderno edificio donde
se acumulan lágrimas y suspiros, día tras día. Al principio solo
fue un rumor, pero al final todos querían ver como Ella no se había
marchado. Sonreía desde el lecho donde soñará y velará por los
suyos desde el otro lado, desde el otro mundo de mares limpios y
cielos transparentes.
Nunca había visto a alguien decir
¡hasta siempre!, con una sonrisa tan dulce. Fue entonces cuando
comprendí que no se había marchado así, sin más. Estuvo diciendo
adiós durante horas, mientras los ojos de los suyos se fijaban con
amor eterno en ella y e incluso, conmovidos, no podían evitar
dedicarle una sonrisa.
Dejaron de existir las coronas, los
ramos de flores y los lazos morados. Y se elevó la Esperanza como
una certeza infinita.
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