Con permiso: esto es una puta mierda



-¿Me das un poquillo?


Han pasado décadas y aún conservo esa frase en la cabeza. El niño era un renacuajo que estaba jugando en el patio del colegio y que se acercó a mi, al verme comiendo un bocadillo de los de entonces (ya sabéis, “foi-gras” o salchichón). La criatura vendría sin merienda y decidió auto invitarse, sin más. Por supuesto que le di y, aunque yo no tendría más de diez años, descubrí ese día lo que es compartir y lo que te produce el compartir. Bueno, aquella petición me enseño también lo que es la ternura.

Por aquellos entonces había una viejecilla de las de la época, vestida como la popular Doña Rogelia, que pedía limosna cada mañana en el callejón de la Virgen del Valle, junto a la hornacina. Ni entendí antaño, ni me entra ahora en la cabeza, el ¿por qué? hay viejecicos pidiendo en las calles.

Una sociedad que tira a sus mayores a los trancos de las calles, a poner la mano, es una putísima mierda. Y en eso no hemos cambiado desde la Edad Media, porque precisamente en esa época la humanidad normalizó a los groseramente llamados pordioseros como parte del decorado urbano… y los apodó de esa forma, pordioseros, añadiendo al hambre el estigma de lo desagradable, de lo infecto, de lo indeseable.

No sabéis lo que se pasa por mi cabeza cada vez que recuerdo a aquella viejecilla, ni la punzada que siento en el estómago. Es entonces cuando recuerdo la sempiterna frase de mi abuela al referirse a alguien que llevaba muerto muchos años:

- “¡Donde estarán sus huesos!”

¿Dónde estarán los huesos de aquella mujer?

Estaba a medio camino de mi casa al colegio. Yo iba solo, andando, dos veces al día al centro (sí, iba solico desde los seis años; igual que ahora…) y allí me la encontraba, acurrucada en su luto eterno y con aquellas manos que siempre se me antojaron rasposas y huérfanas, heridas de muerte anticipada, pero merecedoras de ser tomadas con otras manos, apretadas y besadas como un ser sagrado.

Dios nos perdone a todos alguna vez por abandonar tanto a nuestros mayores…

Cuando llevaba algo encima, le daba una peseta. Una vez me había comprado un Palote y se lo di. Era mi tesorillo esa mañana, pero se me hubiese atragantado si no se lo doy a ella. Me miró y me dedicó aquel “Dios te lo pague”. Mucho tiempo he pensado en que Dios me lo pagaría, aunque tuve que esperar a ser adulto para comprender que mi devolución del IRPF de aquellas limosnas se produjo de inmediato, porque provocó en mi una inquietud tan profunda, tan preciosa, que me marcó de por vida y de la que me siento tremendamente orgulloso, pese a que desde esa edad vengo arrastrando una nostalgia y tristeza crónicas que soy incapaz de expresar y mucho menos de compartir. Y, con esa misma edad, mi hijo caminaba con nosotros por Sevilla, cogido de la mano cuando encontró una moneda de 50 céntimos en el suelo. Creyó haber encontrado un verdadero tesoro y comenzó a otear un kiosco o tienda de chuches, sin parar de decir que compraría esto o aquello; hasta que lo que encontró fue un pobre pidiendo en un escalón de Nervión. Sin decir ni "mú" le dejó la moneda en la bolsilla que el hombre tenía junto a si. Y, sin decir ni "pío", el niño siguió andando sin mirarnos. Sentí un escalofrío porque comprobé que había pasado a mi hijo el virus que llevaba conmigo toda mi vida.

Y volví a acordarme de la mujer del callejón de la Virgen del Valle de Motril. Y retrocediendo en un vértigo de sentimientos recordé que un día ella dejó de estar en el poyete del callejón. Y otro día. Y otro. Y yo crecí, me hice adolescente y crucé el mar para iniciar una nueva vida bien lejos. Pero volví, y ahora recorro una y mil veces ese callejón que me recuerda a la viejecilla que pedía limosna.

¿Dónde estarán sus huesos?

Sus huesos no lo sé.  Lo que si se es que nadie se acordará de ella, pero yo sí. Viene a mi mente cuando piso aquel rincón por el que correteaba, con mi cartera, con siete u ocho años. Viene a mi mente cada vez que un viejecillo o viejecilla me piden “algo para comer” y se me viene el mundo encima, porque sigo sin entender nada de lo que pasa... y vuelvo de bruces a mi niñez.

Durante mucho tiempo albergué la duda interior sobre la existencia real de la mujer que pedía limosna, porque llegué a pensar que era la voz de mi conciencia preparándome para ser un adulto jodidamente sensible que tendría que llorar muchas veces escondido detrás de una puerta para que no me viese nadie. Un adulto que cometería fallos garrafales, que en muchas ocasiones no mostraría empatía o que sería hosco con los demás; pero un adulto capaz de no soportar la injusticia humana y denunciarla aún a costa de crearse enemigos… y bien que me los he creado cada vez que he alzado la voz y no me he mordido la lengua.

Tal vez el niño que me pedía “un poquillo” de mi bollo, me dio un primer aviso de lo que se me venía encima al abrirme los ojos a la realidad de los demás. Y, ciertamente, nunca he podido hacer la vista gorda ante cualquier “pobre” (es que hay que ver las etiquetas que ponemos) que se me acerque a pedir. Con el paso de los años a algunos les daba un eurillo, tabaco, un bocata comprado en el bar más cercano… pero ¡nada, nada de lo dado es importante! ¡ellos me estaban pagando a mí con algo que no puedo ni siquiera explicar! Llamadlo, simplemente, amor.

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