El patito de papá

Foto: Gerd Altmann 
Papá traía esta tarde un dibujo, primorosamente doblado, en el bolsillo de su inseparable cazadora marrón. Él, claro está, no hubiera sido capaz de darnos la sorpresa; le bastó, como cada tarde desde hacía un año, esbozar una medio risa-carcajadita nerviosa que era ya su respuesta cotidiana cuando veía a mamá esperándolo en la puerta de casa.

Más allá de su sonrisa, de su paso torpe y asustado al bajar las escalerilla del autobús, solo existía la inmediatez de las sensaciones. No había atrás ni adelante, simplemente el ahora. Y el ahora solo era su esposa esperándolo; o -al menos- ella pensaba que él seguía reconociendo en sus ojos la mirada de su compañera de toda una vida. De cincuenta inmensos años.

La paciencia del conductor solo se explica desde la bondad de un trabajador que convive con todas estas realidades inconexas cada mañana al recoger a “sus niños”. Cada tarde al devolverlos a casa, oliendo a colonia fresca, recién peinados y con el último botoncillo de la camisa abrochado, como siempre gustó a papá.

Reparamos en el dibujo apenas entró en la casa. Muchas veces llegaba del “cole” con algún detalle elaborado con la preciosa torpeza del cariño a trompicones, puesto adrede en algún bolsillo para que el trabajito fuese rápidamente localizado para los familiares.

El corazoncito el día de los enamorados, una estrellita en Navidad...
Pero aquello fue un triunfo, un algo que me pellizcó el estómago hasta darle dos vueltas mucho mas allá de donde me alcanzó la memoria de la niñez, una vez que vi aquel patito dibujado.
Una silueta de líneas negras. Un patito de esos que dan a dibujar a los párvulos y que tantas babitas nos han hecho soltar con nuestros pequeños. Hoy, papá traía dibujado el suyo. Le bastaron un par de colores para garabatear, por dentro y por fuera, el perfil del animal. Contaban, días después, que “se portaba muy bien”, pero que a veces se ponía a dar vueltas y vueltas, sin ton ni son.
Quizá el dibujo en sí era lo de menos. Lo de más no se veía, sino que se intuía como cuando uno se asoma a un pozo oscuro pero atisba un reflejo dorado en el fondo.
Mientras mamá lo acomodaba en su imprescindible butaca frente a la ventana, donde él acostumbraba a fijar la vista en el perfil de la carretera que tantas veces cruzó para llevar a su nieto a tirarle piedras a las gallinas “de enfrente”, mientras eso ocurría yo me dediqué a mirar al patito.

Y el patito comenzó a contarme historias.

Me contó que papá ponía inyecciones a la gente del pueblo de al lado; hace mucho, mucho, muchísimo tiempo. Que muchas veces ni cobraba, a sabiendas de ello con antelación, porque las criaturas no tenían ni para comer.
Me relató como mucho antes de nacer yo se empeñó en traer a unos amigos franceses, inválidos, a quienes llevó a la playa para que pudiesen ver el mar y bañarse... ¡y como disfrutaron!.
Me dejó perplejo cuando me devolvió aquel recuerdo casi perdido del horrible accidente: salvó a varios hombres de morir carbonizados en un vehículo ardiendo. Un año después, aquellos hombres vinieron a vernos a casa a darle las gracias a papá. 

Sí. A papá.

El patito insistió en nadar hacia el centro del lago inmenso de mis propias dudas -y también miedo- para meter la cabecita en el agua y abrir los ojos en el horizonte oscuro de un orgullo profundo y nunca expresado por mí de manera abierta. Con los tres hermanos ya polluditos, decidió dejar de poner inyecciones y sin contárselo a nadie se matriculó en la Universidad a Distancia. Una proeza en aquellos años de carreteras infames, teléfonos de cabina y libros que llegaban al mes de pedirlos; una temeridad tratándose de compaginar noches de guardia en la enfermería de la fábrica, familia y la persistente inquietud personal por alcanzar una meta que incluso los más cercanos podrían haber tachado de locura.
Este animalillo con dos trazos mal dados y titubeantes hablaba, más que ninguna memoria ni tesis doctoral, del esfuerzo de quien se echó el futuro a hombros y decidió darle una patada al destino para conquistar su sueño: enseñar. Y ¡vaya que lo alcanzó!. Se licenció, opositó y un buen día cambió aquel tenebroso maletín de cuero rígido, que guardaba las jeringas de cristal y la cazoleta metálica para desinfectarlas, por el estrado, los libros, la pizarra y cuarenta jóvenes embobados intentando entender aquella lengua -para ellos extraña- que el nuevo profesor les metía entre ceja y ceja.

Decía el patito que el profe, que llegó a catedrático, no terminaba de conseguir que el rigor con que desempeñaba su cometido hiciera sombra a la simpatía con que, desde el principio, se granjeó a los alumnos. Le perdía su horizonte académico, ganado a pulso entre apuntes en aquellas noches interminables de guardia en el botiquín de la fábrica; pero le ganaba su afán de conectar con quienes entendieron idioma como un suplicio, primero, y como un estímulo para los sentidos, después.
Viendo el dibujo pasaban ante mis ojos los trazos de unas décadas confusas, en las que papá cambió de ciudad varias veces y, junto a él, la familia emprendía una y otra nueva aventura vital; algo que nunca dejó de sorprender a quienes tardaron años en asumir que aquel hombre empeñado en sus cosas fuese capaz de licenciarse, opositar y obtener plaza pasados los cuarenta y tantos largos años... 
Sus alumnos pronto descubrieron sus habilidades y debilidades. Ambas se juntaban en un puzzle a veces divertido y que incluso derivó en situaciones hilarantes como la de organizar “clases extra” para explicar a los pre-universitarios como se completaba, con éxito, el cubo de Rubik. 

Cómo se doctoró en Francés, aprendió árabe.

Con los primeros ordenadores se lanzó a la aventura, ininteligible para su familia, de domar aquel intrépido aparato que pitaba al encenderse y que sonaba como una cafetera vieja; con pantalla de dígitos amarillos y un olor extraño a recalentado en su despacho.
“Esto te ayudará también a cocinar”, le dijo una vez con sorna a mi madre, extrañada y casi alarmada por las horas que papá le dedicaba al invento; a lo que ella le contestó: “¡pues como el cacharro ese no sea el que se ponga a freír papas en mi lugar!”
En pocos años venían a casa expertos de todos lados para aprender y consultarle. No hubo programa, aplicación o avance que él no dominase hasta extremos insospechados y en su mesa de trabajo los ordenadores envejecían a ritmo tan vertiginoso como escandaloso.
Pasé los dedos por el lomillo del patito y sentí las punzadas de unos días de guerra interior. Un ejemplo como el suyo en casa era motivador y a la vez demoledor. O se estaba a su altura o quedabas a años luz, y mi nave espacial tal vez viajaba solo a la velocidad del sonido... 

Mis años de juventud fueron también de alejamiento.

El tiempo, sin embargo, ayuda a recolocar, a recomponer, a suavizar. A entender. Sí, a entender.
Creo que, llegado el momento en que se produjo su situación de no retorno nadie de los suyos fue capaz de darse cuenta de que él ya no era dueño de sus rarezas y prontos extraños. De su realidad desacompasada, manías repetitivas y constantes o de su inexplicable desapego hacia los suyos, incluso hacia aquellos a quienes profesó admiración y mucho cariño.
Sus hijos eran hijos a veces. En ocasiones podían ser el vecino de al lado. O un vendedor. Pero sus nietos siempre fueron sus nietos. Curioso y a la vez demoledor.
Un día le espetó a mamá “¿por qué lloras con lo que yo te quiero a ti?”. Ese día me di cuenta que el final, por muchos años que iba a tener el final, era el final... Y aquí ya no cabía ni la tristeza. Esta fue desplazada, mucho tiempo atrás, por la angustia.
Nunca olvidaré aquella tarde de navidad cuando no me reconoció vestido de rey mago y me dio las gracias cuando le entregué caramelos, como quien las da a un extraño.
Llevaba un buen rato con el dibujo del patito en las manos, observando una nebulosa interior que -fuera de toda lógica- dolía en la boca del estómago, observando a papá sentado en la butaca y mirando la carretera que sentí la imperiosa necesidad de pedirle explicaciones a alguien. Pero ¿a quien?.
Esos trazos llegaron una tarde como si de un mensaje se tratase. Y traté de descifrar los códigos de un afecto filial nunca demasiado bien encajado, pero que en esa recta final debía enderezarse y ajustarse porque él lo estaba pidiendo a gritos desde su silencio de miradas perdidas en a saber Dios qué...
“Hoy se tomó muy bien la merienda y comió dos magdalenas”, me dijo un día antes su cuidadora en el centro diurno. Y yo me quedé tan pancho, como si me hablaran de mi propio hijo pequeño. ¡Como si me estuvieran contando un logro vital!. 

¡Joder. Joder y joder!.

No se si será un mecanismo existencial de defensa de nuestros propios sentimientos. Tal vez. La cuesta en picado fue tan empinada y brutal que terminó en un respiro con siete años de vacío, de interrogantes, de línea plana de afectos. De reproches y maldiciones. De su soledad y la de todos cuantos estaban a su alrededor, recluidos a su vez en otras tantas soledades...
Fue necesario esperar toda una vida para que, al final de la suya, nuestras manos se cogiesen. El ya no sentía por fuera. Pero por dentro estoy seguro que comprendió y aceptó mi regreso. En aquellas horas pensé en el mensaje del dibujo del patito, en lo que aquellos burdos trazos parecían reclamarme y fue entonces cuando le prometí seguir sus pasos y alcanzar mis propias metas, por muy tardías que fueran.
Los logros fueron llegando y, desde entonces, siempre digo que apruebo porque tengo un “buen enchufe”, el de un viejo profesor al que de vez en cuando rindo cuentas aunque sea delante de la inscripción en la que reza su leyenda. ¡Da igual!. El me escucha atentamente...

No hubo mucha distancia entre la tarde del patito y la tarde en que se fue para siempre. Intento desde entonces vencer la sensación de injusticia que me produce el dibujo por otra de gratitud eterna. Injusticia porque no se puede coronar una vida de esfuerzo, de su esfuerzo, con un patito dibujado. Esa no podía ser su obra póstuma, la de un hombre que fue capaz de leer miles de libros, de enseñarlos, de dominar su mundo sin más armas que el conocimiento y la fe ciega en su obligación moral de transmitirlo. Pero respiro hondo y elijo la gratitud, porque el papelillo doblado primorosamente guardaba en sus trazos el empujón que yo mismo necesité para comerme el futuro como él lo hizo. Como lo hizo papá.
¡Papá..!

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