Cargo de conciencia

Lo confieso. Recé por aquel jovenzuelo de barba cerrada que iba de semi adulto sobrado... Foto: Pexel


Mis quince años fueron complicados. Cuando la mayoría de mis compañeros de clase me parecían adultos en ciernes, yo seguía siendo un niño introvertido tanto física como emocionalmente. Tardé lo suyo en “estirar” y eso me costó pagar la factura de soportar cierta condescendencia de la gente de mi edad que estaba en mi entorno (estoy seguro que a ello contribuyó mi obsesión por ir en pantalón corto hasta bien entrada la adolescencia). Eso sí, una vez me puse a la par que el resto, mi locuacidad explotó y hasta el día de hoy no hay quien me calle y me ignore, porque hablo y actúo hasta por los codos.

Llegaba el final de segundo del BUP cuando ocurrió algo que me afectó especialmente. Un compañero de clase, el típico líder del aula que ya sobrepasaba los 17 años a fuerza de repetir, se granjeaba las simpatías de los machitos de la manada a base de meterse con quienes, como yo, no dábamos ruido y encima teníamos el feo defecto de estudiar y querer aprobar. Lo de siempre, ayer y hoy. A mí y a muchos nos tenía fritos, pero sobrellevábamos aquello como una especie de peaje que hay que pagar a ciertas edades. Sin más.

Pero una mañana, al llegar al instituto, todo eran cuchicheos y caras asustadas. El periódico local (¡un periódico en un aula!) ponía en portada algo que jamás olvidaré. El gallito de la clase se había abierto la cabeza, la noche anterior, cuando conducía su moto -imagino que a no poca velocidad- contra el pretil de unos jardines.
Imposible describir el escalofrío que me recorrió el alma, y cómo las horas siguientes fueron de un absoluto e inexplicable vacío interior. Sí, reconozco abiertamente que sentí una pena y compasión que aún hoy me cuesta trabajo expresar.
Lo confieso, recé en silencio por él sin decírselo a nadie. Recé por aquel jovenzuelo de barba cerrada que iba de semi adulto sobrado, que se metía con los niños de la clase y que traía de calle a las alumnas de medio instituto mientras que los demás éramos simples payasetes de aquel circo en el que estábamos aprendiendo a vivir en sociedad.

Durante muchas noches, al irme a dormir, el miedo me provocaba pensamientos extraños y una incomprensible angustia; no ya porque puso ante mis ojos el hecho cierto de que la muerte nos aguarda a todos en el momento más inesperado, por muy jóvenes que fuésemos entonces; sino porque tras el cruel accidente de aquel chaval la conciencia me jugó la terrible pasada de juzgar el desagrado que me producía su actitud prepotente hacia nosotros.

Y en ese juicio sumario yo salía perdiendo. No sé si me entendéis. Yo mismo no lo entiendo, pero así es. Eso se llama “cargo de conciencia”, algo que no suele responder a lógica alguna, sino a un motivo profundo que no somos capaces de desvelar. Llegué a pensar que alguien, en un momento determinado (incluso yo mismo) le dijese claramente lo que opinábamos de su conducta… seguramente nadie se lo dijo nunca y se creció en un rol en el que, por mucho que lo negase, existiría aunque fuese una mínima fracción de humanidad y compañerismo que sólo necesitaba ser activada.
Estoy seguro que ni era tan malo, ni tan gallo de pelea, ni tan arrogante. Todos lo somos en alguna medida o en algún momento de nuestras vidas. Pero él pagó su atrevimiento y osadía juvenil con la muerte. Pensé en sus padres, en los míos si hubiese sido yo… y en el hecho doloroso de que, pocos días después, en su clase no se notaba su hueco ni su ausencia. No hubo en mí alivio, sino mucha tristeza.

Aquel torrente de hormonas se consumía en un hueco del cementerio donde se convertiría en un dolor crónico para los suyos y en un recuerdo recurrente para mí al hacerme tener muy presente, simplemente, que somos una mota de polvo.

Ahora, en las noches de comienzo de verano que rememoran lo ocurrido, que me devuelven los sonidos del reloj del puerto colándose por mi balcón en madrugadas inciertas, mientras yo contemplaba las sombras en el techo de mi habitación buscando explicaciones que jamás llegarían, vuelvo a pensar en aquel chico. Nunca le guardé rencor. Al contrario, no mereció terminar tan pronto y de esa forma. Mi sentimiento de compasión fue brutal y dio paso al cariño de su memoria.
Al final su actitud y lo que ocurrió fue una lección para todos nosotros.

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