Genaro, el de la "placilla"

¿Cómo un hombre tan feo podía ser padre de aquel querubín de ojos claros) Foto: Leroy Skalstad
Nota del autor: Esta, como casi todas mis historias, es real. Muchos de sus protagonistas son o fueron personas que conocimos en un momento de nuestras vidas. Es el único motivo por el que cambio sus nombres.

Genaro -no es su verdadero nombre- tenía una motillo quizá con más años que él. Remendada y cosida como su propia vida. Pero la pobreza no llora ante los demás… Sonríe, siempre sonríe, salvo cuando está a solas consigo misma y la persona se rompe... pero cuando es observada luce la sonrisa de la dignidad.
Y Genaro era el ejemplo claro y preciso de una existencia sin camino a seguir ni proyecto vital. Nada de nada. Su pequeña mercancía diaria, el mercadeo exiguo, el mercadillo más ambulante de todos: El que cabía en el cajón de cartón que podía aguantar la trasera de la motillo.
Cuando llegaba, cada miércoles, la gente de mi barrio decía: ¡ahí viene Genaro, el de la "placilla"!. La "placilla" era sólo él, y se instalaba en cualquier lado, fuese una calle o el borde de la carretera qu cruzaba en dos aquel caserío humilde.
Y, entre Genaro y el cajón cabía el chaval. ¿Cómo aquel hombre tan feo podía ser padre de aquel querubín de ojos claros?... El niño no reía tanto como el padre. Es más, no reía. Rubio como el sol y a la vez inexpresivo, silente, de mirada perdida.
Genaro extendía en cualquier lado un insólito muestrario de ropa interior femenina y no pocos cartuchos con medias gruesas que las mujeres de aquel barrio escrutaban y manoseaban antes de proceder a un regateo que –a mí- siempre me pareció despiadado e irreverente.
El niño, mientras tanto, se limitaba estar sentado en el poyete mientras bailaba las piernecillas.
Mirando, siempre mirando sin que ningún gesto delatase conducta alguna que no fuese la indiferencia… Pero al final pudo más su corazón y mientras Genaro recogía agachado los restos de aquel insólito supermercado de la miseria, el chaveilla saltó del poyo, puso su brazo derecho sobre los hombros de su padre y le apretó. No hizo falta más gesto para explicar el amor más incondicional y absoluto.
No hubo ocasión en que aquel padre e hijo me conmoviesen profundamente.
De esa escena han pasado treinta años . El niño será hoy un hombretón que vio a su padre ganarse la vida sin perder jamás la sonrisa de aquella cara sucia y curtida. Aquel niño, hoy hombre, no habrá día que no recuerde como Genaro, su padre, le pudo dar de comer y sacó a su familia adelante con aquel increíble baratillo que llevaba de barrio en barrio. Al rubito, seguro, le faltó de nada pero, por encima de todo, no le faltó el orgullo de ser hijo de aquel hombre pobre, muy pobre, inmensamente pobre pero que enseñó a su hijo algo tremendo: El valor del trabajo sencillo, el dinero ganado con sudor y miles de horas de un barrio a otro vendiendo las bragas y medias que le regateaban, la honradez de quien se busca su pan a cielo abierto llevando a su niño, siempre, como un monillo que le abrazaba con una ternura que no puedo, por mucho que lo intente, describir.
No os podéis imaginar ¡cuanto! ¡cuanto cariño había entre padre e hijo!

Y como el tiempo sigue haciendo mover la noria, hace muy pocas semanas, conocí a un joven guineano (muy posiblemente tan culto o más que un licenciado), bien vestido y yo diría que hasta extremadamente delicado que vendía su mercancía por los bares de mi ciudad. Delataba su ‘condición’ el hecho inevitable de soltar un ‘por favor’ o ‘gracias’ cada cinco segundos.
Nadie le compró nada, pero él no perdió ni la sonrisa ni la educación. Hubiera sido uno más de tantos cuantos ‘alteran’ nuestra capacidad de ignorarlos y hacerlos invisibles, si no hubiese sido por aquel precioso crío de ojos oscuros, negro como la mismísima noche, de pelo ralo y sonrisa blanca… Un crío que apareció de la nada, al que se le escapó un gritito y un “¡paapi!” y que posiblemente esperaría con la madre en la puerta, un crío bien vestido y tan educado o más que el padre. Otra historia más que hubiese sido increíble conocer. El hombre, discreta pero contundentemente, intentó sacar a su hijo de una escena en la que él, necesariamente, se sabía el único actor posible; pero el niño se empeñó en colaborar con el trabajo paterno y con sus apenas seis años se sacó de la nada una tortuguita de cerámica y la puso sobre nuestra mesa. No pidió ni dijo nada, pero sabíamos que la vendía. 
Y se la compramos por tres vergonzosos euros. Si, se la compramos. Y mientras yo buscaba el dinero se me iba cayendo el alma entre los dedos, porque me sentí terriblemente mal.
Pero creo que hicimos bien, muy bien.
Lo siento, reitero que hicimos bien incluso por los que podáis escandalizaros. No por tres euros, si no por que aquel niño tenía plena consciencia de cómo se ganaba su padre la vida y entendía que aquello era lo correcto. A ninguno de los allí presentes ni se nos pasó por la imaginación que el hombre aprovechase la impronta de su propio hijo para mendigar un sustento, no. Ni mucho menos. Eran más de las doce de la noche, sí, pero ese hombre estaba luchando por los suyos de una manera honesta, sencilla y seguramente tan real como veinte años antes observé en Genaro con su nene rubio. Cambiaban las formas, pero no el fondo que anida en la profundidad inmaculada de la dignidad de los hombres y mujeres, de las personas. Ese niño, negro como la noche, seguro que tendría en su padre al héroe que aquel rubio como el sol tuvo en el tío de la motillo. Uno tuvo y el otro tiene la clarividencia suficiente, en su niñez, del trabajo duro pero a la vez grandioso por el hecho innegable de su sencillez, de su humildad, de la entrega, del sacrificio por lo más sagrado del mundo: Los hijos. 

El rubio ya había crecido, el negrito tendrá tiempo de hacerlo sintiendo la certeza de que los héroes existen y que tu propio padre puede ser uno de ellos solo por haber sido capaces de mirar de frente, con la barbilla levantada y pensando siempre en que habría un pequeño por el que luchar.
Eso sí… Un niño siempre es un niño y cuando al negrito le pagamos la tortuga meditó unos deliciosos instantes e hizo ademán de querer quedarse aquella pequeña mercancía que acababa de vender, mientras nos escrutaba a todos con una mirada incierta cuajada de interrogantes. Al unísono nos dimos cuenta de que, por un extraño designio, alguien nos estaba dando en ese instante toda una lección de amor... pero de esas que jamás olvidarás y de las que, si nos examinásemos, sabríamos de memoria.

Comentarios

  1. Gracias por hacernos pensar y sentir a través de tus palabras. Un abrazo

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    1. ¡Gracias a ti Fran! Saber que, al otro lado, hay alguien que te lee y te dice eso es un honor.

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  2. impresionante, muy emocionante, saludos de Gaspar.

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