Hormigas aplastadas

Foto: Hans Braxmeier
Perdonad la crueldad de cuanto quiero relataros. El recuerdo me ha pedido paso desde un fondo tan hiriente como desolador, activado por lo visto anoche en un programa de televisión que nos mostró una casa de acogida para familias de menores con cáncer. 
Voy a ser directo y bien sabéis que tengo por hábito contar todo aquello, bueno y malo, que me impactó en alguna fase de mi vida.

Yo era muy, muy joven. Allende el Estrecho conocí una familia con un niño de la edad de mi hermano pequeño; unos diez u once años. Enfermó de cáncer y su cuerpecillo luchó de manera atroz contra la enfermedad. De verdad que no se, ni se me pasa por la imaginación, lo que sentiría en su mente aquella criatura.
Mi hermano me contó algo que se me clavó de manera terrible: un compañero de colegio, que habría escuchado algo en su casa, le dijo (no imagino maldad en ello): "¡tienes cáncer!". El pequeño, decía mi hermano, se marchó a su casa llorando y no lo volvieron a ver más.

Pensé mucho, mucho, sobre aquel instante. Durante días no me lo quité de la cabeza.
Los meses fueron demoledores.

Pero mucho más doloroso fue lo que me contaron del padre del niño enfermo, una vez que este murió: "¡jamás voy a poder olvidar lo que ha sufrido mi hijo!". De lo que sufrió, en efecto, no os voy a dar detalle pero no me cabe la menor duda de que esos padres llevan décadas conviviendo con esa imposibilidad absoluta de olvidar.

Y en el olvido, precisamente, creo que está la clave de lo que me lleva rondando varias semanas. La crueldad que encierra la sempiterna frase de "la vida sigue" -cada vez que fallece algún ser querido-, como si fuese una fórmula para relativizar el dolor de una pérdida, parece haberse convertido en el lema de nuestra actitud tras el primer asedio de la pandemia (sí, el primero). 
Desde luego, jamás entendí ni comprendo el luto auto obligado de nuestros abuelos cada vez que fallecía hasta un primo segundo, no, pero tampoco encajo el hecho de que nuestra sociedad haya asistido a la muerte, en vivo y en directo, de más de 30.000 personas y que nuestra única preocupación sea ir al bar, a la playa o al centro comercial. No digo que debamos estar meses llorando, evidentemente, pero al menos esa pérdida brutal y colosal de vidas humanas debería habernos inspirado una profunda reflexión como seres humanos y abrirnos los ojos y el corazón al dolor ajeno. 

¿De verdad, no lo pensáis? 
¿Tendrá que morir alguien de todas las familias de este país para que comprendamos el auténtico significado de una pérdida?

Alguna vez habréis contemplado cómo si se pisa un hormiguero, las hormigas vivas continúan su trabajo como si nada y se limitan a rodear a las aplastadas. Eso somos nosotros: insectos insensibles que van a lo suyo y para los que la vida siempre sigue, siempre.
Es curioso que las culturas más pobres y poco desarrolladas entiendan y comprendan la muerte de un modo reverencial y sagrado. En ellas, el ser que se ha marchado siempre deja un legado personal y una enseñanza profunda sobre el valor de la vida y el respeto hacia quienes ya no están.
Pero, por lo visto, nuestro valor existencial está en la barra del bar o en el aparcamiento de un centro comercial de capital de provincia.

Comencé recordando a aquel niño que murió. Una experiencia vital que me mostró para siempre nuestra fragilidad y la importancia de rodear siempre de cariño a los nuestros. Concluyo hablando de las pérdidas humanas a causa del Covid-19 (¿qué pasa, que porque eran casi todos mayores os da igual?). No sé, realmente, qué nexo hay entre estos dos pensamientos separados por décadas, salvo lo que me dice la conciencia y la consciencia; pero sí sé que la insensibilidad que estamos demostrando, de manera grosera y vergonzosa, nos va a pasar a todos una factura imposible de pagar.


Comentarios

  1. Soy una utópica y creo que este tiempo nos debe cambiar a todos, un poquito al menos. Aunque sí, claro que me aterra pensar que la única preocupación de la gente sea volver al bar y lo que había antes. Me niego a pensar que así sea. Yo no quiero volver a ese antes, al menos a mi esto me ha cambiado, quien me ha visto después me dice que me ve bien, y es que he pasado días mirándome a mi (qué egoísta puede parecer esto), sintiéndome y dedicándome tiempo. A mi y a los míos cuando los he podido tener cerca. Y echando de menos a los que no, muchísimo. Pero aprendiendo de cada momento de este confinamiento. Me da pánico creer que exista gente que no haya sido capaz de reflexionar sobre su propia existencia en estos meses que el universo nos ha regalado para parar. No he tenido fallecidos por Covid-19 cerca, pero he tenido distancia, he tenido tiempo, he tenido sol, aire, estrellas, calor y lluvia y silencio para pensar en todos ellos, aunque no los conociera, incluso aunque haya dejado de ver informativos que solo nos llevaban a sumirnos en la desolación y desesperanza.
    De verdad Fermín, espero que no sea cierto eso que dices de que nuestro valor existencial está en la barra del bar y en el centro comercial.
    Quiero seguir creyendo que va a seguir la solidaridad, los saludos entre vecinos que hemos sido familia estos días, ser capaces de valorar la naturaleza y la riqueza que tenemos a nuestro alrededor.
    Me gusta leerte y sentir cuando te leo, sonrisas y lágrimas, pero esa es la vida, no?
    Otro abrazo virtual que me apunto a la lista de los que nos debemos.

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