![]() |
Me desnudé completamente. Y lo hice para que ella me viese tal y como soy… (Foto Foundry) |
Aquel lugar siempre había
existido en mis sueños y, como tal, el viaje sólo me iba a ser
permitido en aquellas escasas horas de enajenación a las que había
sido conducido de manera totalmente involuntaria.
Y llegué. Respiré
hondo, con la cabeza alta y la mayor sensación de felicidad que
había experimentado jamás; tanta que sentí una furiosa necesidad
de gritar, pero no lo hice porque el silencio contundente y
prohibitivo de ese inmenso espacio verde me impulsaba a meterme las
emociones tan adentro que creí explotar.
Desde lo más alto, la
visión del sur de la isla era sobrenatural. El pequeño valle, casi
una vaguada, quedaba encajado entre dos imponentes y sombrías
colinas que ocultaban el sol de la aún temprana tarde de un verano
sin día ni año. En el centro de ambas, el prado creaba la ilusión
óptica de una perspectiva con el punto de fuga tan maravillosamente
trazado que, adentrarse en él, me provocó vértigo y la sensación
de que tal vez debería pedirle permiso a la propia naturaleza, lo
que me hizo sentir inmensamente indefenso.
Y al fondo el faro. Me
pregunté a mí mismo quien pudo construir aquel faro de cuento en un
pequeño valle de abertura estrecha al mar cuyas olas se oían y se
olían desde la altura en que yo contemplaba mi propia ensoñación.
El faro era de planta
redonda, muy alto y coronado por una cornisa azul sobre la que se
alzaba la lámpara. Junto a su base había crecido un enorme pino
medio salvaje cuyo tronco, literalmente, se adhería a la estructura
como un ave que se arrulla a las patas de una jirafa.
Nada era onírico y a la
vez todo se ofrecía en el limbo de mi mente con la fragilidad de un
lienzo recién trazado de acuarela sobre el que está a punto de
derramarse un vaso de agua para que, de la belleza, se pase al caos.
Pero ella sí era real.
Lo sé porque me esperaba
a mí, sólo a mí y yo llevaba toda mi vida ansiándola. Lo supe en
la distancia y en la cercanía de mi propio yo al notar una punzada
entre las costillas. No sólo me esperaba a mí, sino que aguardaba
todo de mí y supe, en décimas de segundo, que no podía demorar ni
un segundo el instante primero del encuentro por temor a que el vaso
de agua diluyese un momento que había esperado durante toda mi
existencia.
En la distancia nos
miramos. No hubo más señas que el poder de la atracción, que el
efecto de la gravedad horizontal que me arrastraba irremediablemente
hasta aquella mujer sobrenatural y mágica. Comencé a andar sin
desviar la vista, sin miedo a que mis pies descalzos pisasen más
piedras que el deseo que apretaba mi estómago. Era una sensación
que nunca antes había experimentado y que ahora, en la isla, el
destino me la ofrecía como una revelación sólo dada a unos pocos
seres humanos.
Como allí no existía el
tiempo no sé cuánto tardé en llegar a ella ni los instantes
transcurridos mientras los dos buceábamos en el interior del otro
buscando una explicación.
Y es que, además… era
y es bellísima.
Me desnudé
completamente. Y lo hice para que ella me viese tal y como soy…
Necesité hacerlo para que me contemplase desalmado, despojado,
sólo, auténtico y hambriento. Sentí mi desnudez, a campo abierto,
como una afrenta a la lógica y un ofrecimiento a ser sometido, sin
condición alguna, a las consecuencias de un acto pasional del que
sólo habría dos salidas posibles: o el éxtasis absoluto o la
desesperación de por vida.
Ella, con un extraño
vestido de una época indefinible, me abrazó en el segundo más
dulce de mi existencia, mientras su ropa de adhería a mi piel como
una invitación para romper la armonía del universo y desataba toda
mi hambruna primaria e incontrolada. Nunca antes me había sentido
tan desnudo y obsceno. El olor de su piel y de su pelo desordenado
recorrió toda mi capacidad de control como una descarga eléctrica.
Me sentí húmedo, trémulo… inocente y salvaje a la vez… pero lo
más extraño de todo es que sentí unas ganas inmensas de llorar.
Sus ojos dictaron
sentencia y la acaté como un esclavo sin voluntad. Un esclavo
consentido dispuesto a morir, si fuera preciso, sólo por vivir una
fracción de tiempo en la que el amor fuese colosal e inasumible.
La música de los
sentidos no tenía más sonido que nuestros latidos, acompasados por
el crujido de las ramas del viejo pino que se arrullaba con el faro,
en una tarde que iba desapareciendo mientras que, a su cobijo, dos
cuerpos se buscaban en flagrante delito contra todo el orden natural
de la isla de mis sueños.
Con la suavidad de una
pluma, frotó su labio inferior contra mi barbilla mientras mi boca
se ofrecía, sin más pudor que la propia respiración, para
responder a su llamada para saciar un apetito incontenible. Los
labios se alcanzaron suaves, se iban conociendo con mordidas
imperceptibles, se buscaban encajándose al contrario y nadaban
mojados en aquel lago prohibido de lo no se debe hacer.
Pero, en aquel atardecer,
todo estaba permitido y ambos teníamos la licencia otorgada por
aquella naturaleza irreal.
La desnudez no cabía ya
en mi cuerpo mientras que aquel beso se prolongaba más allá de lo
que el escaso sentido común de la pasión impulsaba a frenar en seco
aquel despropósito de nuestros inconscientes. Yo quería alcanzar
más profundidad en aquel abismo al que me arrastraba el interior de
sus labios; perder el sentido del tiempo y del espacio mientras ella
dibujaba, con la punta de su lengua, el contorno de mi sonrisa. Pero,
lejos de acelerarse los movimientos, nuestros alientos se recreaban
en su dulzor y en el placentero dolor del roce, en la expresión de
nuestra verdad absoluta, en el desatado instinto de animal en celo
que ya no responde ni a la más sagrada de sus convicciones y que me
era revelado como un secreto doloroso.
Ella apoyó su espalda
contra el muro del viejo faro y yo abrí los brazos para no tocarla
para que nuestro único punto de contacto fuese el mundo de nuestros
labios que, por sí solos, se estaban haciendo el amor de una manera
indecente, lasciva y a la vez infantil. El aire frío de la tarde
corría por el final de mi espalda mientras toda mi consciencia se
veía comprometida de manera grave, pero consentida. Mi sangre se
expandía sin control por todo mi cuerpo y por debajo de mi ombligo
tocaba en retirada todo sentido del pudor, del honor y de la
sensatez; es más, hubiese renunciado a mi honestidad por el puro
libertinaje de mi alma.
Fue entonces cuando el
beso trajo palabras arrastradas y densas, esas que sólo en la
intimidad más secreta se dicen en voz baja al oído y que delatan la
verdad de tus instintos más escondidos y oscuros por mucho vengan
envueltos en el terciopelo de un susurro. Palabras eternas que sólo
pertenecerán a quienes compartieron los fluidos de su libertad
absoluta y desvergonzada, probaron el sabor hasta del último rincón
del otro o gritaron al unísono al cruzar el dintel amarillo del
placer.
Palabras que sellaron la
intimidad absoluta en la cueva en la que ocultaríamos nuestro deseo,
a punto de derribar los cimientos del faro y hundirlos para siempre
en el mar de mis pensamientos imposibles.
Palabras que una y mil
veces aún sigo escuchando por más que la isla se desvaneció en mi
despertar junto a una ventana que mostraba el escenario irreal de una
ciudad ruidosa.
Tuvimos que buscarnos en
un sueño imposible, amarnos dentro de un espejismo y sentirnos uno
sólo abrazándonos sobre la suavidad de un beso que la convirtió en
la diosa de mi existencia para toda una vida sin años.
Y mi isla es ella.
Comentarios
Publicar un comentario