La Isla (El beso II)

Me desnudé completamente. Y lo hice para que ella me viese tal y como soy… (Foto Foundry)

Aquel lugar siempre había existido en mis sueños y, como tal, el viaje sólo me iba a ser permitido en aquellas escasas horas de enajenación a las que había sido conducido de manera totalmente involuntaria.
Y llegué. Respiré hondo, con la cabeza alta y la mayor sensación de felicidad que había experimentado jamás; tanta que sentí una furiosa necesidad de gritar, pero no lo hice porque el silencio contundente y prohibitivo de ese inmenso espacio verde me impulsaba a meterme las emociones tan adentro que creí explotar.

Desde lo más alto, la visión del sur de la isla era sobrenatural. El pequeño valle, casi una vaguada, quedaba encajado entre dos imponentes y sombrías colinas que ocultaban el sol de la aún temprana tarde de un verano sin día ni año. En el centro de ambas, el prado creaba la ilusión óptica de una perspectiva con el punto de fuga tan maravillosamente trazado que, adentrarse en él, me provocó vértigo y la sensación de que tal vez debería pedirle permiso a la propia naturaleza, lo que me hizo sentir inmensamente indefenso.
Y al fondo el faro. Me pregunté a mí mismo quien pudo construir aquel faro de cuento en un pequeño valle de abertura estrecha al mar cuyas olas se oían y se olían desde la altura en que yo contemplaba mi propia ensoñación.
El faro era de planta redonda, muy alto y coronado por una cornisa azul sobre la que se alzaba la lámpara. Junto a su base había crecido un enorme pino medio salvaje cuyo tronco, literalmente, se adhería a la estructura como un ave que se arrulla a las patas de una jirafa.
Nada era onírico y a la vez todo se ofrecía en el limbo de mi mente con la fragilidad de un lienzo recién trazado de acuarela sobre el que está a punto de derramarse un vaso de agua para que, de la belleza, se pase al caos.

Pero ella sí era real.

Lo sé porque me esperaba a mí, sólo a mí y yo llevaba toda mi vida ansiándola. Lo supe en la distancia y en la cercanía de mi propio yo al notar una punzada entre las costillas. No sólo me esperaba a mí, sino que aguardaba todo de mí y supe, en décimas de segundo, que no podía demorar ni un segundo el instante primero del encuentro por temor a que el vaso de agua diluyese un momento que había esperado durante toda mi existencia.
En la distancia nos miramos. No hubo más señas que el poder de la atracción, que el efecto de la gravedad horizontal que me arrastraba irremediablemente hasta aquella mujer sobrenatural y mágica. Comencé a andar sin desviar la vista, sin miedo a que mis pies descalzos pisasen más piedras que el deseo que apretaba mi estómago. Era una sensación que nunca antes había experimentado y que ahora, en la isla, el destino me la ofrecía como una revelación sólo dada a unos pocos seres humanos.
Como allí no existía el tiempo no sé cuánto tardé en llegar a ella ni los instantes transcurridos mientras los dos buceábamos en el interior del otro buscando una explicación.

Y es que, además… era y es bellísima.

Me desnudé completamente. Y lo hice para que ella me viese tal y como soy… Necesité hacerlo para que me contemplase desalmado, despojado, sólo, auténtico y hambriento. Sentí mi desnudez, a campo abierto, como una afrenta a la lógica y un ofrecimiento a ser sometido, sin condición alguna, a las consecuencias de un acto pasional del que sólo habría dos salidas posibles: o el éxtasis absoluto o la desesperación de por vida.
Ella, con un extraño vestido de una época indefinible, me abrazó en el segundo más dulce de mi existencia, mientras su ropa de adhería a mi piel como una invitación para romper la armonía del universo y desataba toda mi hambruna primaria e incontrolada. Nunca antes me había sentido tan desnudo y obsceno. El olor de su piel y de su pelo desordenado recorrió toda mi capacidad de control como una descarga eléctrica. Me sentí húmedo, trémulo… inocente y salvaje a la vez… pero lo más extraño de todo es que sentí unas ganas inmensas de llorar.
Sus ojos dictaron sentencia y la acaté como un esclavo sin voluntad. Un esclavo consentido dispuesto a morir, si fuera preciso, sólo por vivir una fracción de tiempo en la que el amor fuese colosal e inasumible.

La música de los sentidos no tenía más sonido que nuestros latidos, acompasados por el crujido de las ramas del viejo pino que se arrullaba con el faro, en una tarde que iba desapareciendo mientras que, a su cobijo, dos cuerpos se buscaban en flagrante delito contra todo el orden natural de la isla de mis sueños.
Con la suavidad de una pluma, frotó su labio inferior contra mi barbilla mientras mi boca se ofrecía, sin más pudor que la propia respiración, para responder a su llamada para saciar un apetito incontenible. Los labios se alcanzaron suaves, se iban conociendo con mordidas imperceptibles, se buscaban encajándose al contrario y nadaban mojados en aquel lago prohibido de lo no se debe hacer.
Pero, en aquel atardecer, todo estaba permitido y ambos teníamos la licencia otorgada por aquella naturaleza irreal.
La desnudez no cabía ya en mi cuerpo mientras que aquel beso se prolongaba más allá de lo que el escaso sentido común de la pasión impulsaba a frenar en seco aquel despropósito de nuestros inconscientes. Yo quería alcanzar más profundidad en aquel abismo al que me arrastraba el interior de sus labios; perder el sentido del tiempo y del espacio mientras ella dibujaba, con la punta de su lengua, el contorno de mi sonrisa. Pero, lejos de acelerarse los movimientos, nuestros alientos se recreaban en su dulzor y en el placentero dolor del roce, en la expresión de nuestra verdad absoluta, en el desatado instinto de animal en celo que ya no responde ni a la más sagrada de sus convicciones y que me era revelado como un secreto doloroso.

Ella apoyó su espalda contra el muro del viejo faro y yo abrí los brazos para no tocarla para que nuestro único punto de contacto fuese el mundo de nuestros labios que, por sí solos, se estaban haciendo el amor de una manera indecente, lasciva y a la vez infantil. El aire frío de la tarde corría por el final de mi espalda mientras toda mi consciencia se veía comprometida de manera grave, pero consentida. Mi sangre se expandía sin control por todo mi cuerpo y por debajo de mi ombligo tocaba en retirada todo sentido del pudor, del honor y de la sensatez; es más, hubiese renunciado a mi honestidad por el puro libertinaje de mi alma.
Fue entonces cuando el beso trajo palabras arrastradas y densas, esas que sólo en la intimidad más secreta se dicen en voz baja al oído y que delatan la verdad de tus instintos más escondidos y oscuros por mucho vengan envueltos en el terciopelo de un susurro. Palabras eternas que sólo pertenecerán a quienes compartieron los fluidos de su libertad absoluta y desvergonzada, probaron el sabor hasta del último rincón del otro o gritaron al unísono al cruzar el dintel amarillo del placer.
Palabras que sellaron la intimidad absoluta en la cueva en la que ocultaríamos nuestro deseo, a punto de derribar los cimientos del faro y hundirlos para siempre en el mar de mis pensamientos imposibles.
Palabras que una y mil veces aún sigo escuchando por más que la isla se desvaneció en mi despertar junto a una ventana que mostraba el escenario irreal de una ciudad ruidosa.

Tuvimos que buscarnos en un sueño imposible, amarnos dentro de un espejismo y sentirnos uno sólo abrazándonos sobre la suavidad de un beso que la convirtió en la diosa de mi existencia para toda una vida sin años.

Y mi isla es ella.

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