Soy Bellísimo


Apunte antes de la lectura:
“Soy bellísimo, soy bellísimo /A la mierda mi cuerpo si mi alma está sola / Soy bellísimo, soy bellísimo / Ahora en las sombras de mi cuerpo, donde se ahogan mis palabras / me siento el ser más feo de la Tierra / Eso me siento. (Fragmento de la canción “Bellísimo” 1977 de Gonzalo Benavides).


Tenemos que meternos todos en el mismo saco, aunque la generalización sea siempre injusta. El escaparate personal que supone nuestra presencia en las redes sociales nos ha llevado a potenciar nuestro propio ego como la cualidad individual más escandalosa. Al principio fue algo inocente pero ahora, hay que reconocerlo, es tan intencional como peligroso: nos estamos fijando en nosotros mismos como referencia y modelo a imitar; nos recreamos, a diario, en nuestra ficción para exhibir ante los demás una imagen distorsionada que se acerca mucho más al ideal que nos gustaría lucir (y presumir), en claro detrimento de la búsqueda de los auténticos valores que una persona debe ir absorbiendo a lo largo de su vida, aprendiéndolos y asumiéndolos como propios. Y esto es algo que sólo podemos encontrar en los demás, y no mirándonos el ombligo narcisista enaltecido por los selfies.

Somos una sociedad que presenta la apariencia de ser multitud interrelacionada, pero que al mismo tiempo ofrece la paradoja del individualismo absoluto. Hemos dejado de buscar el reflejo de otras personas para contemplar nuestro absurdo egoísmo.

Y esto es algo no sólo triste, sino devastador.

Fijaos. Han sido necesarios dos meses de encierro de la población para que el aire se volviese limpio y descubriésemos, en el horizonte, montañas y paisajes ocultos durante décadas por la contaminación. Pues bien, ¿qué ocurriría a consecuencia de dos meses sin redes sociales? ¿Se despejaría toda la superficialidad que envuelve las vidas de todos para ver con nitidez nuestro horizonte personal? No se, tengo mis dudas.

Es cierto que nunca antes en la historia el ser humano se había encontrado tan solo, tan demoledoramente sólo. En el fondo, todos reconocemos un nivel inaceptable de falsedad en nuestras relaciones sociales, pero lo consentimos y asumimos como normal. Hay gente a la que esto no le afecta lo más mínimo, pero a otros (y somos muchos) nos ha llevado a acariciar muy seriamente la idea de la soledad como algo quizá más irresistible que el cariño, y esto además de arriesgado pone en jaque mortal a la empatía, la solidaridad, el compañerismo, la amistad y el amor.

Cuando deja de importarte lo que hagan o digan los demás, porque –simplemente- carece del más mínimo interés, pierdes referencias de personas que pueden aportar elementos valiosos para tu vida y te sumerges en una reflexión íntima y permanente que, por bella que pueda parecer, no es más que un engaño personal para ocultar un fracaso.

Lo escucho continuamente a personas de mi entorno: “¡no salgo, no me apetece escuchar lo mismo de siempre de las personas de siempre!”. Pero es que, claro, el escurrir el bulto implica impedir seguir abriéndonos a nuevas conexiones interpersonales, y a perdernos la posibilidad de que en un momento dado de nuestras vidas encontremos en nuestro camino a un alma gemela. Yo estoy convencido (y creo profundamente) en el concepto y realidad de las almas gemelas, esas personas en las que el reflejo es mutuo, un binomio basado en la admiración, la comprensión, la ayuda y la escucha -¿acaso hay algo más humano y hermoso que saber escuchar?-. Todos necesitamos de esas almas para que enriquezcan nuestra vida con valores extraordinarios y auténticos, porque estamos terriblemente huérfanos de amor, amistad y confianza. Todos guardamos secretos que necesariamente deben ser compartidos (porque los secretos deben contarse a quien deben contarse) como fórmula necesaria para desaguar nuestra vanidad.

Ahora que tanto estoy empezando a creer en la Ley de la Atracción (y bien que la negué durante años), estoy más que convencido de que el destino va colocando en tu existencia a las personas adecuadas en el momento adecuado; pero para ello no podemos distraernos enamorándonos perdidamente de nosotros mismos, de exhibirnos como seres aparentemente ideales pero más falsos que una moneda de cartón. Sólo una vez que seamos conscientes de nuestra propia debilidad estaremos en condiciones de cruzarnos con esas personas que vienen a intervenir en tu vida, a revolucionarla con un ideal y con objetivos, a mejorarte, a bajarte los humos y, recíprocamente, a recibir de ti eso que esas almas gemelas necesitan.

Yo creo que eso se llama generosidad en el sentido más amplio y metafísico de la palabra.

Sin embargo, después de soltar todo esto vuelvo a abrir la pantalla de la vanidad que muestran las redes y, como tales redes, caemos de nuevo en ellas para quedar atrapados en un mundo anodino sin más valor que poner morritos al hacerte una foto con el móvil, mostrar los musculitos que te están saliendo o presumir que has ido de viaje a alguna playa rara. Insisto, ahí tenemos que meternos todos.

Solo tengo el consuelo (mío y creo que para muchos es así) que diciendo esto es porque estamos empleando todo el armamento personal posible para echar abajo este muro de hormigón que nos impide alcanzar un mundo más auténtico donde podamos disfrutar de la sonrisa sincera de los demás, de una conversación pausada y profunda sobre lo divino y lo humano, de un abrazo verdadero y conmovedor, de un llanto compartido, una risotada cómplice, un “te quiero” transparente, un “te echo de menos” que no sea un mero formalismo o un “¡a ver si nos vemos!” que no represente un modo grotesco de quitarte rápidamente de encima a alguien.

Seamos no serios, sino humildes. Ojalá que a muchos/as de los que se pasan el día delante del espejito mágico de su propia superficialidad les pase como a la madrastra de Blancanieves; y cuando digan eso de “espejito mágico ¿quien es el más bello/a?, el espejo les conteste: “tu putísima madre”.

A veces es necesario que nos den un buen zasca para despertar de nuestra idiotez.


(Foto: Pixel 2013)

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