Tuvo que ser un 16 de julio


Tuvo que ser el día 16 de julio y debe ser, quizá, que aquellas fechas en las que nos es dado a todos la oportunidad de evocar sensaciones (en este caso ancestrales, de mares profundos y lejanos), son más propicias que ningunas para que desde nuestro interior aflore lo bueno y lo malo, como un manantial subterráneo que sale a superficie a empellones para mezclarse con la sal.

Y un 16 de julio me ocurrió todo eso, y más.

Quiso el día que tuviese la suerte de respirar profundo junto al Carmen de Motril en un barco de arrastre capitaneado por un capitán de verdad, de los que velan por los suyos. Un capitán que se trajo a bordo a un grupo de chavalines que, en tan solo diez minutos revolucionaron el navío con sus risas y gritos y que me cambió por completo el esquema, el razonamiento, la convicción, el entendimiento y hasta la percepción que hasta unos minutos antes yo tenía sobre la asquerosa condición de muchos seres humanos.

Los niños decían:  “Pídeme la Luna”. 
Fijaos que cosa tan bonita y maravillosa. 

Y yo, que cada vez creo menos en los milagros, fui testigo directo de uno porque la luna obró uno de esos prodigios sólo posibles en los sueños, durante una travesía mágica, de horizontes de playa y luces cuajados de estrellas, fuegos artificiales y leyendas de sirenas. Una noche de vítores, aplausos, risas, música de a saber qué tiempo y lágrimas tan sinceras como el grito de “¡Viva la Virgen del Carmen, me cago en Dios!” que tantas veces escuché en boca de las gentes de la mar.
Todo se me hizo increíblemente cercano, brillante, grandioso y también un punto doloroso y sentido que, aún hoy, me eriza la piel al recordar, si bien me lo guardé para mí durante toda la travesía y me limité a compartir sonrisas limpias con toda aquella chiquillería alborotadora y feliz. Junto a esa tropa infantil, varias enfermeras de la unidad de Oncología del Hospital Infantil de Jaén me regalaron la certeza de la existencia de la autenticidad de los corazones entregados, voluntariosos y ansiosos por regalarle un poquito de magia a quienes más lo piden, aún sin pedirlo. En este caso diez niños que durante unos días disfrutaron de unos días inolvidables en la Costa de Granada, buscando el beneficio anímico y vital de la playa, la luz, la alegría… la esperanza.

El Patrón del barco se los trajo a todos. Y la travesía fue de ellos. Soñaron, se rieron, emocionaron, vibraron y no daban crédito al aluvión de sensaciones de una noche de mar de plata y estallidos en el cielo. Unidos en un lema, identificados con su camiseta roja, esos niños y sus enfermeras me hicieron ver durante esas cortas horas en que el mundo merece la pena a pesar de la mala casta de gentuza que nos tiene en sus manos; que merece la pena ayudar y regalar a manos llenas, pese a que por otro lado quien no tiene corazón nos pisotee. Porque el alma humana es grandiosa como los enormes fuegos de artificio y no tiene límites cuando se trata de compartir.
Mi cabeza hirvió en extrañas sensaciones durante una travesía que jamás olvidaré.  Creo en todo lo posible e imposible. Y sé que esos niños fueron inmensamente felices durante el embarque y la travesía. Aún los veo con sus bengalitas, aún los veo comiendo nubes dulces, aún los veo embebidos cuando una legión de hombres y mujeres del barrio portuario de El Varadero izaron a bordo a la Estrella Sublime de los Mares eternos, empeñada en abrazar a su Niñito que representaba, a su vez, a todos los niñitos del mundo; pero, en especial, a quienes más necesitan del calor del afecto. Y dejaron que su Virgen navegase sin ellos, pero custodiada por una decena de corazones limpios que no se separaron de Ella. No cabía más verdad en aquel barco donde todo era verdad.

Y toda esta maravilla humana sucede en este estercolero de mundo que nos ha tocado vivir; en este escaparate de vanidades donde estamos huérfanos de travesías por un mar cuajado de reflejos de paz y sonidos de hermosas leyendas.
Solo espero que en adelante haya muchas más personas como esas enfermeras de Jaén, capaces de dar tanto amor y corazón. Solo espero que haya tantos patrones como Antonio, el capitán del 'Maruja y Antonio' y que a tantos como niegan lo humano y se retuercen en el barro de su propia corrupción que se hundan para siempre en un océano de odio.

Sólo espero que el mundo sea capaz de acabar con todo aquello que niegue la felicidad de los niños, de nuestros niños, de todos los niños. Porque ellos son la tabla de salvación de todos nosotros, a la que debemos aferrarnos en el naufragio de nuestra incapacidad para actuar como seres generosos.
Esto ocurrió hace algunos años. Y yo hoy no quiero hacerme preguntas sobre aquellos niños que vivieron, ese día, una experiencia inenarrable que, para los demás, fue conmovedora. No olvidaré nunca un día de la Virgen del Carmen en el que la fe en todo cuanto parece imposible se me antojó más real que nunca.
Así que, cada vez que veo los fuegos artificiales iluminando el horizonte nocturno de la mar de los marengos, no puedo evitar sentir un estremecimiento porque, muy en el fondo, sigo creyendo hasta en lo que más niego a veces... y eso que lo niego todo.

(Foto del autor)

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