Quiero tomar la palabra


Me cayó bien desde el principio. No porque intuyera en él un más que evidente trazo de personalidad y profesionalidad en cada uno de sus gestos, en sus movimientos calculados y pausados, mientras se desenvolvía con agilidad entre un público que apenas reparaba en él, más pendiente quizá de la formación de la mesa de los ponentes, la primera mesa de tantas que nos irían dejando un extraño y a la vez admirable poso de vocación social y humana.

No estábamos allí de convidados de piedra, sino de protagonistas directos de una aventura anual en la que no éramos alumnos, sino personas abiertas a la experiencia y a la vivencia ajena; convencidos, todos nosotros, de que entre aquellas paredes inmensas, coronadas por alambradas, íbamos a encontrar la pieza que faltaba no a nuestra formación, sino a nuestro inconmensurable afán por comprender la naturaleza de las personas mucho más allá de los condicionamientos que han marcado sus vidas, mucho más allá de las etiquetas sociales y todavía mucho más lejos de cualquier estigma...

El primer día todo se demoró un poco más. Muchos de los participantes eran aún ajenos al protocolo de seguridad de todo el recinto y nuestra torperza, entendida y superada gracias a la comprensión y deferencia del personal del centro, fue la única culpable de que nos estirásemos más de media hora en el inicio de la jornada inaugural.

He de confesar que me sentí a la vez nervioso y emocionado. Decidí no dejarme guiar por ninguna influencia moral, por ningún juicio de valor previo que pusiera en un brete a la visión directa, objetiva e imparcial que yo mismo tendría que ajustarme en la conciencia durante los tres días de aquel inolvidable -sí, inolvidable- curso de verano en el centro penitenciario.

Lo tuve muy claro desde muchos días antes. No se iba a tratar solo de aprender, sino de compartir. No íbamos allí a evaluar a nadie, sino a participar... así que decidí poner en blanco el cuaderno de mi percepción sobre las personas y las cosas, dispuesto a escribir en él algo más que las conclusiones y balances de las -sin duda- excepcionales ponencias; porque tuve muy claro que en cualquier lado, en cualquier lado, subyace lo profundo y sobre todo lo que puede contribuir a destruir nuestros prejuicios.

Fue elocuente la manera en que unos y otros nos mirábamos de soslayo sin reconocernos alumnos o reclusos. Ahora comprendo el sentido de esa asimilación espontánea o no que nos puso a todos en pie de igualdad ante la curiosidad, sin saber que en el patio de butacas del salón de actos se acababa de derribar esa primera barrera que pueden tender a clasificarnos y a colocarnos a cada cual en un rol ya asumido; pero todos estábamos allí para ser partícipes de una convivencia en la que había una necesidad imperiosa de compartir, comunicar, empatizar.... no intuí en esa reflexión que el principal componente de todo ese haz de voluntades iniciales, llegaría sin darnos cuenta y como un regalo inesperado y maravilloso: la comprensión.


Lo seguí con la vista y la primera impresión que me forjé de él fue su educación, pero de esta destacaba el siempre complicado matiz del “saber estar”. Llevaba la única cámara de fotos que se veía en el salón de actos y andaba pendiente de todo y de todos, sin hacerse notar más que lo justo para cruzar de un lado a otro del patio de butacas, hasta que dio por finalizada la sesión fotográfica y tomó asiento en primera fila.


Las primeras dos horas fueron como una revelación. La realidad, el día a día penitenciario, la convivencia complicada, las expectativas, la lucha y la superación personal, el compañerismo, el dolor profundo, la esperanza, el trabajo de los profesionales... la fe en uno mismo como motor para alcanzar más rápido el futuro; toda esta amalgama de percepciones sobre las personas que forman parte de este mundo inmenso y desconocido, un mundo cuyo entendimiento exterior se reduce a su lado más hiriente pero cuyo núcleo contiene, como una gran paradoja, el germen de la construcción de una sociedad mucho más abierta e integradora. Y ese núcleo estaba allí, ante nuestros ojos, dispuesto a mostrarse desnudo y sincero, valiente y luchador... 


Embebido de aquel arranque que en mi caso fue más emocional que didáctico, el descanso matinal nos ofrecería una oportunidad quizá aún mejor de poder abrir nuestros ojos sin ninguna bruma por delante que enturbiase lo que realmente habíamos ido a aprender allí. Los cigarrillos eran la excusa para el acercamiento en aquel patio interior inmenso y aún fresco en aquella luminosa mañana de un avanzado junio. Alumnos y reclusos ya nos distinguíamos, pero por eso mismo nos acercamos siendo muy conscientes de antemano que unos y otros queríamos escucharnos. Pensé en aquella primera mañana lo difíciles que, en la vida diaria, nos ponemos las cosas simplemente por la falta total de comunicación que navega en la base de la insostenible situación de la marginalidad social.

Yo le conté a mi hijo pequeño, esa noche, que su padre había estado “con presos” esa mañana. Y me di cuenta en esos momentos que no quise llamarlos “presos”... mi visión objetiva inicial, o mejor dicho la intención de mi visión objetiva inicial, había sido torpedeada a lo grande nada más poner los pies en aquel vasto centro que se cobija en medio de un impresionante mar de olivos.

Bastaron unos minutos de conversación para que los roles se cayesen por sí solos. Ni alumnos ni internos. Las historias personales se solapaban en un intento no de justificar nada, ni mucho menos... sino simplemente de abrirse, de comunicar, de compartir un pensamiento a veces demoledor para quienes en un momento dado de sus vidas dieron un resbalón estúpido...

Me sorprendió la integridad de unos y otros, la ausencia de reproches, las expectativas vitales anidadas en su corazón y la capacidad de querer hacerse y sentirse útiles a un mundo que ahora mismo les daba la espalda. Nosotros éramos la oportunidad de abrir una brecha en esa muralla absurda de la incomprensión social y teníamos la obligación humana de hacerles ver, a los del otro lado, que por encima de todo están las personas y que en su aceptación radica una de las grandezas de nuestra concepción de la Justicia como reparadora, no como represora.

Entonces uno de ellos, el más mayor, me lo espetó en voz baja como si fuera un secreto: “Yo canto y no veas...”. Y se arrancó en un semi silencio que dejó el "quejío" flotando como una clave sostenida, mientras mis compañeros y yo conteníamos la respiración paralizados por aquella patada a los sentidos que recibíamos admirados y emocionados. El hombre, de unos cincuenta y tantos, era delgado como un palo pero cantaba como si en ello se le fuese al vida en tres tiempos de añoranzas...

Tras el cante, más y más historias que se encadenaban unas a otras en un deseo irrefrenable de contar, contar y contar... sin miedo alguno a ser juzgados. Desde luego, nosotros no estábamos allí para eso.


Me había olvidado completamente de él hasta que volvimos al salón de actos del centro. Allí seguía con su cámara de fotos colgada al cuello mientras que daba algunas indicaciones a un par de jóvenes que miraban hacia el público que en esos momentos se acomodaba ante la inminencia de la siguiente sesión de la mañana. Cada uno cogió un puñado de lo que parecían panfletos y se pusieron a repartirlos; he de confesar que me sentí expectante, hasta que llegó a mis manos una sencilla publicación de sencilla edición y no menos sencilla impresión en blanco y negro. Estoy seguro que si en aquel instante alguien me entrega un moderno suplemento dominical no me hubiera provocado la misma hermosa inquietud que aquel cuaderno de apariencia escolar que hablaba, a voces, del esfuerzo y la constancia puesta en su ejecución. 

Aquella revista era, y es, el medio de comunicación propio de los reclusos. Pero su papel va mucho más allá, tanto que lo releí durante semanas buscando cada día en sus páginas un motivo más para sentir la fuerza arrolladora de aquel caudal de reflexiones humanas, de aquellas líneas que contaban sentimientos anónimos y deseos sin nombre siempre desde la sinceridad sin disfraz, siempre desde el más absoluto convencimiento en un mañana diferente en el que abrazar al futuro de todos los suyos. Esa voz escrita, ese grito suave envuelto en una dignidad exhibida con orgullo me hizo pasarme por alto la conferencia para intentar conectar, de alguna manera, con los pensamientos dibujados a modo de poema, noticia, relato... e incluso una viñeta, un chiste. Entendí que aquel ejemplar que había llegado hasta mí tenía un extraordinario valor añadido, un mensaje claro y potente hacia una sociedad no siempre dispuesta a entender. Aquella revista me abrió los ojos porque le puso corazón y alma a una realidad que todos pintamos de gris, pero que revienta como un gigantesco arco iris que traspasa todos los muros físicos y morales habidos y por haber.

Estaba claro que el fotógrafo era parte integrante del equipo que hacía posible la publicación. Poco más tarde me dijeron que era su alma... entonces sentí un profundo respeto por él.

No llegué a conocerle personalmente, pero algo de mí se reflejó en aquel hombre serio en el que a las claras se veía su compromiso e interés por lo que tenía entre manos. Supongo que para él, como para tantos otros en el centro, no sería fácil ni esta ni otra decisión inicial; pero en aquella revista de apariencia simple y casi colegial encontró el medio de descubrirse a sí mismo y conduciendo entre líneas y fotos comenzó a comprender mejor a aquella parte de su propio ser extraviada en un universo extraño y demasiado oscuro. Relatar experiencias ayudó a su corazón a ir encontrando senderos limpios de maleza y por ellos comenzó a transitar en una aventura editorial en la que, sin darse cuenta, construía su verdadera libertad no solo al expresar y  volcar en un texto su extraordinaria capacidad de comunicación, sino porque en esa tan sencilla y humilde revista encontraron voz aquellos que jamás fueron capaces de levantar la mano para decir, simplemente, “quiero tomar la palabra”.

El hombre de la cámara de fotos fue mi inspiración... No imaginaba que desde dentro alguien nos daría ejemplo de tanta perseverancia y en él me llevé el mejor crédito con que adornar mi expediente académico: el del respeto, el profundo respeto, hacia los demás.

Hace una semana, mientras conducía me crucé con él. Le reconocí de inmediato. Llevaba un uniforme de empresa y adiviné en él un futuro hecho presente, un nombre y apellido llevado con dignidad, un abrazo merecido cada noche al volver a casa. Recordé la revista que había llegado a mis manos tan solo un año antes y... no me da ninguna vergüenza reconocerlo, me emocioné.

(Foto: Meelimello)

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