El camión del tapicero

 


Cada domingo por la mañana irrumpe en el desierto de ruidos de mi barrio el sorprendente soniquete “¡Atención, atención, ha llegado a su localidad el tapicero….!. El día en que mi hijo mayor me preguntó le dije, con total franqueza, que pensaba que la aparición del tapicero ambulante en “mi localidad’ era producto de la pirueta de un vórtice espacio-temporal, una bromita de alguna loca máquina del tiempo experimentada en los años setenta-ochenta del siglo pasado. Con todo el respeto debido al modo en que esta gente se gana la vida, no dejó de sorprenderme la apreciación de una compañera de trabajo cuando me indicó que en el reclamo de altavoz del tapicero se incluye la reparación de ‘discotecas’. Claro, para cualquier jovenzuelo el apunte puede sonar a chiste, pero a los que hemos conocido la tapicería de skay de los pubs-discotecas y aquellas horrorosas barras de salón que nuestros padres montaban en las casa, la mano redentora del tapicero ambulante se nos antoja hasta necesaria. Si feo era un poyete de skay, decorados con aquellas no menos horrorosas copas meladas con cadenas doradas, imaginaos con la botonadota saltada (seguro que muchos lo estáis imaginando).

Sin embargo, toda apreciación graciosa como la anterior tiene también su ladito chungo. En la conversación sobre el tapicero, en la que ya estábamos inmersas varias personas en el trabajo, se introdujo otra figura unida invariablemente a nuestros mediodías de niñez: la del ‘afilaor’. Imposible no olvidar ese entrañable soniquete de flauta de cañas y el reclamo portentoso de esos hombres renegridos, con gorrilla y mangas arremangadas por encima del codo, “el afilaooooooooooooooooorrrr!”. Las chanzas populares siempre se cebaron con este personaje, que no siempre llevaba perro por mucho que el chiste diga aquello de “tienes más hambre que el perro de un afilaor”.
Pues todavía existen, todavía están en nuestras calles, todavía vienen a tocarle arrebato a nuestro recuerdo, a hacernos evidente que el tiempo ha pasado aunque los guiños temporales sigan produciéndose.
Decía otra compañera algo, sin embargo, que me dio que pensar y que me planteó otro guiño bien distinto. “A mi madre nunca le gustó el afilaor –decía- pues era la señal del hambre”… No hace falta explicar a qué tipo de ‘hambre’ se refiere la generación anterior a la nuestra y la música tan triste que emana de esa afirmación. En ese punto de la conversación, recordé como otros muchos sonidos de la niñez no siempre han sido evocadores, plácidos o incluso mágicos. Hay otros muchos asociados a manchas negras de nuestro pasado que, aún hoy, nos estremecen y nos pintan muy mal nuestra percepción de las cosas. Mis dos ejemplos más claros tienen su origen en la radio: nunca llegué a superar aquel lejano “sintonizan Radio Nacional de España”, lanzado a las ondas con una voz gutural, enunciativa y –como dicen en mi tierra- que no ‘barruntaba’ nada bueno. Me ponía el vello de punta al igual que la sintonía de mediodía de los informativos de la Ser, una música extraña –vigente hasta hace muy poco- tras la que uno vaticinaba el anuncio de una tremenda desgracia mundial. Se ve que en alguna ocasión se dio alguna infame y terrorífica noticia (a oídos infantiles) cuyas consecuencias terminé por asociar de manera perpetua a esos sonidos. Quiso el destino que, muchos años después, fuese jefe de informativos de una emisora de la Ser durante varios años y ni siquiera con esas superase aquel rechazo psicológico a la sintonía que, también por algún capricho del destino, se me hacía más infame los domingos por la mañana.
Vaya usted a saber.
Algo más mayor, durante mucho tiempo me despertaba en plena madrugada el himno del reloj de la junta de obras del Puerto de una añorada ciudad. Aquella música, que cruzaba con sus ecos el encuentro de dos mares, me provocaba la extraña sensación de miedo y soledad que dejó en mí el accidente mortal de un compañero de clase. ¿Qué unía ese sentimiento con ese sonido? No lo se.
En cualquier caso, hoy domingo con tanta lluvia no he escuchado ni al tío de los sillones ni al afilaor. Seguro que cada uno tendrá sus propias historias, totalmente ajenas a una reflexión tan aciaga como esta. Lo dará el nublado, la tristeza y la astenia primaveral, segurito.
(Foto: Stux)

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