"En Navidad apago mi memoria!


Miguel Deschamps (aunque en realidad es Michael) es el “aparcacoches” más conocido de Motril; sin más rodeos. No necesita más carta de presentación un ser humano al que, equivocadamente, tendemos a marginar de manera casi automática pero al que los vecinos y comerciantes de la zona de hacienda han llegado a coger cariño. 

Si la Navidad se nos presenta llena de tópicos, su vida sería el ejemplo perfecto de la historia triste que daba argumento a las películas aún más tristes que nos servía la televisión en las sobremesas... Pero su tristeza es algo todavía más profundo, tanto, tanto que ninguna persona adivinará que Miguel, llegados estos días, dice “apagar” su memoria para despistar así a la nostalgia y al sufrimiento que le marcaron desde que era un crío, en su Bélgica natal.

Hoy en día vive de lo que los conductores tienen a bien dar a este hombre; hombre que –por cierto- es capaz de encontrar un hueco para el coche hasta en los lugares más inverosímiles de la Plaza de la Libertad, al amparo de la portentosa silueta de La Encarnación. Ni un mal modo, ni una insistencia fuera de lugar. Miguel acepta y acata la “buena voluntad” aunque esta sea una moneda de las de morralla; es más, no quiere hablar ni de limosna, ni de caridad, ni lástima... pues entiende que lo suyo es un oficio y que la dignidad piensa mantenerla intacta por encima de las miserias vividas, de los dramas asumidos como algo ·normal de la vida y a pesar de la soledad, tan  grande, que desprende este singular servidor de la sociedad que ahora le tiene desplazado y sin hacerle demasiado caso.

Pero él si tiene ganas de hacerle caso a la sociedad... “de aquí no me marcho si no es por obligación”; dice al referirse a la plaza que ha terminado por convertirse en su lugar de trabajo, de respirar, de ser y de encontrarse con las personas a las que dice respetar y querer, y se refiere con ello a los comerciantes, a los vecinos, a los trabajadores de hacienda. Tantos que, en menos de treinta minutos, le saludaron más de una docena de ellos, por su nombre propio.

Miguel, con cuarenta y nueve años de suplicios, aunque también de pequeños y hermosos momentos que él guarda en su alma con auténtica devoción, está marcado por su propia tragedia y por su paso a la “vida fácil” con lo que él define su encontronazo con la droga, que le desencadenó el peor infierno de su existencia, una tuberculosis, la debilidad y una desorientación tal que se lesionó un ojo con los árboles de la plaza. La última vez, su paso por el hospital duró cuatro meses y ahora habla con orgullo de ese pasado como algo superado... tanto que se enorgullece de estar sano y alejado del camino equivocado. Su infancia fue la que encajaría en un cuento de Carlos Dickens... “jodida” ... solitario, padres perdidos por el alcohol, una madrastra al uso y un abandono en la “ciudad de la infancia” que en nada hacía honor a su nombre y que provoca un recuerdo durísimo en nuestro protagonista. Su llegada a España fue con 17 años, en Majadahonda, dedicándose a arrancar pinos de plantío a 250 ptas. la unidad, con lo que conseguía lo justo para ir tirando sin contar decenas de ampollas en las manos. Después sería representante de libros y el salto a Menorca donde conoció a la madre de sus tres hijos (un varón y dos mujeres, hoy todos en los veintitantos), con la que en poco tiempo llegaría la ruptura. Luego fue Ibiza, y Málaga, donde entablaría relación con su segundo amor y primera esposa; allí embarcó en varios pesqueros, algunos de ellos de Motril y una nueva aventura en la venta ambulante de la que, incluso, llegó a ser propuesto como delegado para representar al sector en una compleja negociación con el Ayuntamiento de Loja. Luego, definitivamente, Motril. Ocho años ya en una ciudad a la que dice adorar y a la que se vino con un nuevo amor como puerto al que arribar. Aquí, curiosamente, muchos pueden recordarle como el que capitaneaba un famoso trimarán que en los ochenta anunciaba, desde el mar, los conciertos y fiestorros de aquellos locos y geniales veranos; y, entre tanto y tanto, sería trabajador del campo (sabe una barbaridad de plásticos, invernaderos y técnicas de optimización de cultivos), topógrafo (fue contratado en las obras de la autovía)... Pero, al final y coincidiendo con un desengaño sentimental terminó rebosándose el espíritu de tanto acumular lodos llenos de tristeza, fracasos, hambre de cariños y sobre todo (como el dice con amargura) de tantas despedidas... el “camino más fácil” no significó arramblar con la sociedad; Miguel asegura que al caer en la droga “no robé”, pero se robó a si mismo la fuerza que casi pareció perder y que recobró finalmente para ser lo que es hoy, un hombre al que los niños se refieren como “un pobre” pero que rezuma entereza y más dignidad que muchos otros hombres de pro. 

Durante muchos meses vivió entre maderas, cartones y chapas en los solares de la zona. Hoy, y gracias a esas almas caritativas de las que se ríen los que no creen en la solidaridad, Miguel tiene un pequeño techo donde dormir, en la zona norte; un trastero que le han prestado aquellos de los que dice le han salvado la vida; y comida no le falta... “pues lo de los coches me da para seguir adelante”, explica.

Delgado, envejecido, con el cabello largo; pero con una educación que sorprende y deja entrever que Michel es más de lo que parece ser. Eso sí, al alejarte te das cuenta que has ganado un amigo para siempre.

“De otro cajón”

En el primer minuto, Miguel te lo pone muy fácil. Te invita a sentarte en su “despacho” –como él dice- refiriéndose al helado poyete que bordea la Iglesia Mayor y al que pone un cartón “limpio” para sentar a sus invitados. Todo un detalle. Amarrado a la baranda, su vieja bicicleta que recogió en la basura y que hoy es su más valiosa pertenencia, pues bastaron cuatro euros para ponerla a punto. No intentamos ahondar en lo más íntimo, especialmente en lo que nos pueda contar de su madre o sus hijos, pues entonces mira hacia delante y cambia de conversación. Lleva el dolor siempre puesto, pero lo disfraza con una sonrisa franca y dulce para saludar a todo el que pasa delante de él. Confiesa que ha sido, muchas veces, demasiado impetuoso con algunas personas, pero siempre para defender la dignidad que asegura llevar bien puesta en la frente. 

Durante la entrevista ocurrió algo tremendamente desagradable. Cayó junto a nosotros una paloma, aún viva, sobre el asfalto. Miguel, como familiarizado ya con estas aves (que tanto abundan en el entorno) saltó para atenderla, intentó parar el tráfico para que no la atropellaran y el primer conductor siguió sin darse cuenta, creyendo –tal vez- que estaba haciendo simples aspavientos en mitad de la calle- aplastando al animal. “Pobrecilla –vino diciendo tras recogerla con las manos y enviarla al contenedor”- estaba anillada”. Entonces sientes mucho respeto por él y piensas en su Navidad vacía. Entonces piensas en el Motril de los convenios urbanísticos, de los millones, de los políticos que hablan de “igualdad” y maldices hasta la mismísima lotería, al comprobar con lo poquito que se conforma este hombre.... Según Miguel, lo triste es que haya personas que te ven con los ojos del prejuicio y te “encajonan” al primer vistazo; sin pensar que tú puedes ser “de otro cajón”. El lo es, seguro, y de un cajón hecho con madera de primera calidad.

Texto y Foto: F. Anguita

(Publicado por el autor en IDEAL el 26 de diciembre de 2006). El texto y el despiece respetan la disposición original del reportaje. 

NOTA DEL AUTOR: Poco después de sentarme con él y hablar, una lejana mañana de diciembre, no volví a saber nada de Michael. Ahora tendrá o tendría 63 años. Me reconforta saber que, con esta lectura, muchos lo volveréis a recordar. Y el recuerdo debido es, para muchas personas anónimas y en el arcén de la vida, un gesto de humanidad.


Comentarios