Mejor... no nos vemos


Una distancia de dos metros puede ser un abismo. Y ya lo es. Hace meses tuvimos conciencia del peligro mortal de los abrazos y, desde entonces, parecemos seres imantados a la inversa, que repelen a quienes traspasan la línea imaginaria de la inmunidad.

Y lo estamos pagando terriblemente caro. Incluso aquellos que, como yo mismo, nos habíamos mostrado siempre reacios a excesivas efusividades físicas salvo con muy contadas personas. Quizá por eso mismo, poniéndome siempre de ejemplo en lo malo, vamos aguantando mejor el envite de la separación física y del distanciamiento social.

Pero es una gran mentira.

Nunca fui ni besucón ni empalagoso. Al contrario. Cosas de cada cual que quizá van en el ADN. Pero me fascinaban los gestos expansivos de mis amigos cuando te abrazaban por la calle, sin venir a cuento o a modo de despedida después de unas copas con larga conversación. A muchos os gustará cuando alguien pasaba el brazo por tu cintura para exhibir una valiosa complicidad a la hora de compartir contigo algo positivo. Contacto físico sincero, limpio y tan reconfortante como las palabras… ¿y los besos? Sí, los amigos también se besan: hombres entre hombres, mujeres y hombres, mujeres y mujeres. El beso es universal, no distingue sexos y está por encima de los prejuicios. Yo tengo un amigo que suele saludar y despedirse con un beso en la mejilla mientras pone su mano en mi hombro. Y sí, me gusta y lo echo de menos, tanto que me importa un pito lo que pueda pensar cualquiera; porque la amistad que se expresa con señales físicas tan bonitas está muy por encima del miedo al qué dirán.

Ya pudiera yo demostrar afectos de manera tan humilde y transparente.

¿Y ahora qué? ¿Os habéis dado cuenta que estáis buscando excusas para no ver y quedar con vuestros amigos de verdad? Pensadlo. Pese al cada vez más complicado escenario social para el encuentro, en las ocasiones en que sí se puede preferimos quedarnos solos a tener que “enfrentarnos” a nuestro mejor amigo midiendo los centímetros de separación, con una mascarilla puesta y no poder ni darnos la mano, hacernos el manido gesto de las cosquillas en la palma, darle un achuchón en el hombro o –vuelvo al abrazo- apretarnos fuerte como lo que, en el fondo, somos todos… niños.

Nos refugiamos en los wathaap o en las llamadas de teléfono porque terriblemente nos parecen encuentros más cercanos que el físico, porque nos evitan el trance de encontrarnos cara a cara con nuestros amigos y actuar como los seres sin sentimientos de la película “La invasión de los ladrones de cuerpos”. Y esto nos está pasando una factura difícil de poder pagar, sobre todo porque nosotros mismos tratamos de convencernos de que no necesitamos del contacto físico, que podemos evitarlo sin problemas… pero nuestra fuerza vital se nos está escapando, y no me refiero sólo a esa dosis de endorfina, dopamina y oxitocina que nuestro organismo necesita para elevar su bienestar y que lleva meses sin correr por nuestras venas, sino porque esos abrazos son el combustible del alma, algo totalmente fuera de cuantificación o medición, pero tan real como nuestra propia existencia.

Cosa distinta es la de aquellas personas de actitud impasible, de piel de hierro y corazón de acero que jamás dieron pábulo a emociones y afectos que tildan, con mucha maldad, de “mariconadas”. Ellos están sorteando esta crisis mucho mejor porque los que estamos hechos de cristal sabemos, muy bien, que estamos manteniendo el tipo, pero que irremediablemente no soportaremos el tránsito de una Navidad que va a multiplicar muy peligrosamente nuestra vulnerabilidad. De manera automática cambiamos de canal cuando vemos publicidad navideña porque automáticamente sentimos una punzada en el estómago, una punzada hiriente y venenosa. Vamos a extrañar, a necesitar, a implorar mentalmente hasta los abrazos y besos que nunca dimos por vergüenza, pudor o prejuicios… no los dimos, pero los sentimos.

Tú, como yo. O yo, como tú, nos encontraremos con alguien muy cercano en la calle, o tú y yo nos encontraremos. Verás cómo nos excusamos en que vamos rápido a comprar y callando el hecho de que no soportamos pararnos a hablar dos minutos seguidos sin darnos ese abrazo con el que TODOS soñamos en silencio desde que comenzó esta tortura. Intercambiaremos cuatro frases tontas, incluida la predicción meteorológica, para no denotar en lo más mínimo que nos necesitamos. ¿No os habéis dado cuenta de que esto está ocurriendo? Nos preguntaremos mutuamente por la familia y el trabajo antes de seguir, cada uno, por su lado al tiempo que agachamos la cabeza y recordábamos los días en que nos meábamos de risa o compartíamos silencios mientras nos abrazábamos… ese, ese momento no puedo deseárselo a nadie.

Se mueren los encuentros porque el hecho de traspasar los dos metros nos parece sucio y casi una traición incluso hacia nuestro mejor amigo. Nos estamos ahorrando los “te quiero” porque no pueden ir acompañados del roce físico. Y, aunque no os deis cuenta, la tristeza ya está instalada en todos vosotros-nosotros y os-nos hace sentir más cómodos y seguros estando solos y donde nadie os perturbe. Allá donde estemos a salvo de esa necesidad urgente de afecto también físico.

Ahora comprendo y me acuerdo de mi abuela cuando me despedía (aunque me fuese a ver al día siguiente) y me cosía a besos sonoros en medio de no pocos piropos mientras yo trababa de zafarme protestando. ¡Pobretica, por Dios! Hoy las despedidas son tras una mascarilla y terminaremos también por evitarlas… llevando, con ello, mucho más soledad a ese treinta por ciento que nos queda de alma por culpa de una pandemia y de nuestra propia culpa.

(El autor de la imagen que acompaña a este artículo es Tumisu)

Comentarios

  1. La maldición de los abrazos, la perdición de los encuentros. Los abrazos convertidos en pecado. Codazos de afecto y besos de confinamiento. Palabras sin sentido en cualquier otro momento. Pero no olvides vivir el presente, aunque quizás ahora seria mejor opción escapar al pasado. Un Abrazo Fermín.

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