Un cartón de vino


Nota previa del autor: no he querido acompañar el artículo con la fotografía un cartón de vino de ninguna marca, pero todos los tenéis bien identificados


Ningún otro producto de supermercado habla y expresa tanto como un cartón de vino. Se trata de un brik con vida y lenguaje propio. Quien quiera que se ría de ello y con ello, algo totalmente lícito si pensamos en el chorreón en el arroz, la reducción de una salsa o el condimento de los roscos de semana santa.

Pero supongo que intuís que no voy por ahí. Muy al contrario.

He visto pasar por caja muchos cartones de vino tinto y blanco. Insisto, no los que van en el lote de un carro a rebosar de compra doméstica, sino los que pasan solos. Un paquete o dos.

Fijaos bien. El procedimiento cumple un patrón demoledor y casi teatral: si la compra es en un súper o gran superficie, el comprador los pondrá en silencio en el lineal de caja y pagará siempre en metálico. Jamás con billetes y recontando (que no contando) las monedas en la palma de la mano. Y no mirará de frente al cajero o cajera. Pero si es en una tienda de mostrador, esa persona envolverá los incómodos instantes del pago con una conversación sobre el tiempo o sobre lo caro que está todo… será válido cualquier argumento que evite la evidencia de la compra de un cartón de vino, porque quien se lo lleva se intuye enjuiciado por el dependiente. Esa compra, pues, es una farsa o más bien una tragicomedia.

Y no sólo lo he observado en cualquier jornada de compra, sino que yo mismo he vendido esos cartones –cara a cara- mientras un hombre, una mujer, jóvenes o mayores, comentaban a empellones cualquier tontería que disfrazase, a mis ojos, el hecho de una compra dolorosa, infame y desgarrada.

Recuerdo que una vez, un joven al que llevaba tiempo sin ver vino por dos. Y al día siguiente también. Y un día más. Y otro… Cartones de 60 céntimos que se consumen en soledad, a escondidas y a sabiendas de que están creando un estigma en torno a quien se los bebe como un último recurso para escapar del mundo. Vienen a comprar sintiéndose tan terriblemente culpables como incapaces de renunciar al vino mortal del desarraigo, de la locura del desamor, de la desesperanza o del maltrato.

Pero quien está al otro lado del mostrador no juzga. No puede juzgar si es una persona con alma y empatía, la suficiente como para vislumbrar un dolor profundo oculto tras los pómulos hinchados, los ojos encendidos y el hablar, algunas veces incomprensible, de quien ni pide bolsa para llevarse los cartones escondidos bajo el sobaco… hasta el primer banco escondido del paseo o de la plaza.

Sentí un escalofrío una vez que los estantes estaban vacíos de vino, a espera del reponedor, cuando una señora de sesenta y tantos preguntó ¿no quedan ‘paquetes’ de vino? Porque parece que la palabra ‘paquete’ en vez de cartón restaba dramatismo a su historia, encubría la necesidad imperiosa de la abstinencia de unas pocas horas. Era muy de mañana y supe que en aquella jornada sucumbirían al menos tres de esos ‘paquetes’.

Pero lo peor es cuando compruebas que, un día tras otro, esa persona sólo compra el cartón. Ni siquiera pan. Ni siquiera cualquier otro alimento. El vino sacia el olvido y la pena profunda a la vez que engaña al hambre, adormece al hambre y la despista porque la necesidad de atontar

al cerebro es tan brutal que el estómago se calla y llega un momento en que no levanta la voz para pedir su necesaria dosis.

Yo confieso que los cartones de vino me dan miedo. Sí, miedo. He visto pasar por caja muchos que se marchaban agarrados en manos temblorosas. En manos de gente mayor que se aferra al envase como el salvavidas de un presente que no se atreve a mirar al futuro. En manos de personas muy jóvenes que se han negado su propia existencia y que no volverán a ver más horizonte que la estantería del súper donde, a veces, la segunda unidad te sale a la mitad para que esa noche se queden dormidos a cielo raso sin soñar siquiera, porque no hay sueños durmiendo si durante el día se es incapaz de evocar.

He visto gente comprando los putos cartones de vino, aguantándose las ganas de llorar. Otros llorando en un instante de cruel lucidez en el que saben perfectamente que están descontándole minutos a su propia muerte moral, mucho antes que la física; y todo ello mientras dudan si tinto, blanco o rosado… después llegarán a caja y serán plenamente conscientes de su propia vergüenza porque se sabrán señalados y todo el mundo sabrá que ese cartón no va a condimentar ninguna paella.

Todos habéis visto personas… sí, personas, comprando cartones de vino. No os engañéis; no le pongáis etiqueta de vino barato a quienes les colocamos el marchamo de marginados, pobres, borrachuzo, puta o niñaco de mierda. Nos resulta muy fácil y hasta gratificante señalarlos y justificar la necesidad del cartón de vino en la marginalidad absoluta, cuando no debemos olvidar jamás que esos cartones nos están esperando a cualquiera de nosotros, a cualquiera que dé el traspiés y se agarre a ellos como un flotador en mitad del mar de la nada.

Nos están esperando, sí.

Yo no puedo evitarlo. Cuando veo a cualquiera –insisto, a personas- comprando no un cartón de vino, sino el cartón de vino, sólo veo una desesperación infinita que únicamente merece el más grande de los respetos. Jamás el prejuicio, el juicio y mucho menos la sentencia.

Hace muchísimos años, una mujer de mediana edad bien parecida, vestida de forma modesta y sonrisa franca salió del híper con dos cartones. No le llegaban las monedas para pagar el infame euro y pico de la compra, pero al final alguien se los dio. La vi marcharse mientras sentí una de las peores sensaciones de toda mi vida. Unos días después, la vi deambular por las calles, con la misma ropa, buscando quizá un jodido rayo de luz que le indicase otro camino distinto al que, día tras día, la conduce hasta el estante donde esperan tres tipos diferentes de cartones de vino y donde, con un poco de suerte, haya oferta de 2x1.

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