El 'tren fantasma' del barrio de Santa Adela


Por: Fermín Anguita Fortes


Yo no sé vosotros. Pero creo que este mes de abril está siendo deprimente en todos los sentidos. Y cuando lo que gira en tu derredor es gris, te pones a bucear en los recuerdos. Anoche mismo, en una pequeña conversación entre amigos, emergió de mi nostalgia una escena que muy poca gente en Motril conocerá y que yo, como otros tantos hechos extraordinarios, tuve la inmensa suerte de vivir. Ojalá que haya quien se vea reflejado en este escrito que no es tal, sino una exaltación de lo sencillamente hermoso.


Corrían los años en que el lugar donde veraneaba no era más que un puñado de casas rodeado de un orbe de chozas, chabolas y casuchas edificadas por sus moradores. Más del ochenta por ciento de los apenas doscientos habitantes del barrio eran gente humilde (que es el eufemismo que utilizamos para referirnos a los pobres). En las puertas de aquellas infra viviendas no faltaban las pilas de hormigón donde bañaban a los niños, un 'corralillo' hecho con palos con tres o cuatro pollos dentro y la eterna chapa de uralita a modo de techo. En invierno, por supuesto, el perolón lleno de ascuas de carbón que luego iba bajo las mesas de camilla. ¡Dios mío! No había ni contenedores, ni alcantarillado, ni farolas y ni una sola baldosa de acera.


Todo ese conglomerado de edificaciones anárquicas se extendía sobre un curioso laberinto de callejuelas de tierra que llegaban a pocos metros de la orilla del mar. Un mar que en aquellos años estaba embebido de aceite de la refinería y el rebalaje siempre lleno de asqueroso alquitrán. Pero el mar era el mar y lo embellecía absolutamente todo, hasta las hambres y las penurias.


Fui de los que tuve la suerte de llegar y conocer ese momento de la pequeña historia de este pueblo. Pero llegué con mi bici BH nueva. Las bicis de todos los demás eran viejas, oxidadas y 'heredadas' de algún cubo de la basura. Claro que esa posesión no sirvió para marcar diferencias entre los niños que veraneábamos y los que, año tras año, utilizaban la misma ropa hasta que terminaban por reventar las camisas, por los que jamás veías ir a comprarse un polo de hielo y, ni mucho menos, pisar la feria de Motril.


No se como surgió la idea. Ni cómo fuimos capaces de transformar aquel puñado de casuchas en un parque de atracciones en el que no fueron necesarias más que tres o cuatro bicicletas (incluida la mía), otros tantos conductores y un puñado de viejas telas y disfraces. Todo comenzó como un simple pasatiempos de un sábado, y terminó siendo la diversión de Santa Adela durante tres años: el tren fantasma, como así lo llamamos irónicamente (o pretenciosamente). La aventura consistía en repartir a los niños más mayores y a los jovenzuelos, entre las callejuelas de aquel poblado; todos disfrazados de monstruos o esperpentos, con cuchillos de cartón pintados de rojo, caretas de esqueletos, pelucas pintadas de blanco y dientes de vampiro de esos que vendían antes. Colgábamos cabezas de muñecos, a las que quitábamos los ojos y ahumábamos para que diesen más miedo a la chiquillería. La oscuridad casi absoluta y la propia tenebrosidad del lugar, cuando caía la noche, hacían el resto.


Comenzamos cobrando una peseta por viaje. En la parte de atrás de la bici subías a un renacuajo (algunos con cuatro o cinco años, que venían con su bañadorcillo, chanchas y su pesetilla), le decías que se agarrase bien a tu cintura y.... ¡vaaaamoooos! Lo más normal es que el crío se bajase llorando, pero al rato quería repetir. En cuestión de días la fama de aquel tren fantasma corrió como la pólvora y ya venían más niños del puerto e, incluso, de los primeros apartamentos de La Ballena Azul. Se formaban colas. Algunas noches se nos caía algún crío de la bíci, se 'ezollaba' el culo, las piernas o los codos, se hinchaban de llorar pero pronto se recomponían y vuelta a la bici. Allí no venía ninguna madre ni ningún padre a protestar. La calle era la calle y lo que ocurría en ella se quedaba en ella ('igualico' que ahora).


Dábamos más viajes gratis que cobrados. A ver cómo les decías a muchos mocosos (en todo el sentido real de la palabra), que no tenían un céntimo, que tenías que cobrarles. A mí me daba una pena tremenda aquella situación aunque, sin darme cuenta, durante aquellos deliciosos años di todo un curso universitario sobre relaciones humanas y, sobre todo, de humildad. No había peseta que pagase ni las caras de felicidad de la chiquillería ni su espanto consentido cada vez que les aparecía un 'bute' detrás de cada destartalada tapia.


El día era el reino de las ruedas de camión en la orilla de las Tres Erres, los baños en la desembocadura 'calentica' de la Rambla de Las Brujas o las incursiones en los 'peazos' de caña que llegaban prácticamente al mar. Bueno, también el meternos con Manrrubia o comprar cortes de helado en el kiosco de Carmen, 'la monja'. Pero la noche era para el tren fantasma. Esas noches de aquellos años de calles tan oscuras que la Vía Láctea se desplegaba, como una revelación, sobre el cielo de nuestra niñez.


Bueno... le den por saco a este abril feo, anodino y deprimente. Yo, por hoy y al menos, me he dado un maravilloso paseo por una época irrepetible.


(Foto Stux)

Comentarios

  1. Creo amigo Fermin , que en aquella época , esta bonita historia se repetía en muchos rincones de nuestra tierra , Andalucía , era lo que teníamos : las bicis , los trompos , las bolas, los cartones, el albún con las estampas de colección y poco mas , pero éramos felices ; eran otros tiempos .

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