¡Hijo, dime algo por Dios!


El mar nunca quiso a los muertos. Y, de una forma u otra, termina por devolverlos a tierra firme. Hoy mis recuerdos son el mar, y sus olas han dejado hoy en mi pensamiento la imagen de un chavalote pecoso del que ya, apenas, me acordaba.

Lo conocí, en aquellos mitificados años 80 que igual te abrían un horizonte vital inmenso e inexplorado como te hundían en las más absolutas miserias de la década prodigiosa. Una de aquellas miserias era el 'caballo'.

El chaval era de esos que en mi pueblo siempre, sobre todo la gente mayor, se decía que era “un niño 'mu' bonico”. Es verdad que, con doce o trece años, todos somos 'bonicos', pero esa edad es precisamente el umbral de donde empieza la fiesta y cuando te dan a elegir: o sigues recto o te tuerces. No hay más elección.

Yo no se en que momento se torció (me cuesta mucho evitar decir su apodo, de verdad, pero no debo hacerlo por respeto a los suyos). Y no me imagino en qué momento su familia tomó conciencia de lo que se les venía encima, de la tragedia que planeaba sobre todo sobre la cabeza de aquella madre trabajadora como una mula y muy consciente de que el niño de sus ojos comenzaba a alejarse del calor del nido, para calentarse las manos frente a la hoguera de la marginación, la decadencia personal, la autodestrucción y la mierda más absoluta.

Hace muchos años, pero que muchos, me contaba mi amiga Mari Carmen cómo aquel niño 'bonico' se convirtió en un ser que daba más asco que pena y que traspasó, completamente, el límite entre la piedad que sentimos por quienes dejan de ser dueños de si mismos y el desprecio que nos provocan quienes se quedan sin dientes, se les hunden los ojos, llevan las manos y las uñas tan sucias como un animal y se arrastran como babosas para conseguir la siguiente dosis. Una más que puede ser la única bala de una pistola... la bala que puede tocarte esa vez.

La última vez que lo vi andaba perdido (en todos los sentidos en que un ser humano puede estar perdido) una tarde de agosto, subiendo y bajando la cuesta del Cerro de la Virgen.

Lo siguiente que supe me provocó una inquietud tan profunda que, aún hoy, me conmueve: dicen que un buen día desapareció de Motril. Quizá en un momento de lucidez -si es que la heroina deja algún momento de 'lucidez'- supo que debía alejarse de los suyos para dejar de provocar más dolor, ruina y drama en una casa. Pero hubo algo que no pudo olvidar ni siquiera el momento de estar más colocado y en un barco volando a Venus: su madre.

Contaban que esa mujer recibía en su casa, muy de vez en cuando, llamadas de teléfono en las que nadie hablaba al otro lado. Pero ella sabía muy bien que se trataba no del puto drogadicto, sino de su 'niño bonico'. Sin embargo, al otro lado del cordón telefónico sólo había silencio...


¡Dime algo hijo, aunque sea una palabra, pero dime algo por Dios....!


Eran tiempos de cabinas de teléfonos y, en alguna de ellas, aquel alma irrecuperable y ya casi en descomposición buscaría alguna moneda para escuchar la voz de mamá, ese lugar que jamás se sumerge en el mar y que es una isla donde llegar nadando seguro. Pero el joven nunca habló, sólo quiso escuchar aquella voz en alguno de los cada vez más raros y escasos momentos en que su cerebro lo empujaba a ver la realidad que seguía existiendo en el mundo, mientras él se preparaba para dejarse llevar a la oscuridad y acabar tirado en cualquier cuneta con las venas reventadas.

En su última lucidez escuchó, una última vez, la voz de su madre... y se mantenía en silencio el tiempo que se consumía una moneda de veinticinco pesetas, mientras aquella mujer desesperada se agarraba a una esperanza que ya no era más que una enorme mentira. No quiero ni imaginarme lo que tuvieron que llorar los dos. Ella gritando y él, simplemente, mordiéndose los labios por la vergüenza de traición a si mismo y a quienes más quería.

Llegó el día en que el teléfono dejó de sonar, esta vez para siempre.  El silencio de aquel viejo teléfono tuvo que ser brutal, desolador. Ya nadie se acuerda de aquel niño 'bonico' que nació hermoso y murió como un animal. De aquel niño que pasó de hacer gracia y carantoñas a dar miedo y repugnancia.

Hoy me ha venido a la mente, sobre todo porque las tardes huelen a aquellos veranos en los que sabíamos que o nos comíamos la vida o ella nos comía a nosotros. El mar es muy complicado de entender y hoy el levante me ha dejado esto en la conciencia.

(Foto: GiselaFotografie)

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