Mi amigo 'tontico'


Sonrío profundamente, como si fuese una inspiración frente al mar, cada vez que me acuerdo de tu risa atropellada; a pesar de que, lo confieso, más de una vez me dio miedo de que te atragantases… pero me encantaba provocarte aquellas carcajadas tuyas que hacían que la gente se volviese a mirarte.

Porque si, no he vuelto a conocer a nadie a quien le gustase tanto que la gente lo observase cuando exhibía su felicidad. Y tu felicidad, amigo mío, era desbordada, exagerada… ¿de donde te salía, campeón? ¿Cómo cabía en tu cuerpo retorcido y extraño? Tanta y tanta tuviste dentro que tuve que aceptar gran parte de ella como un regalo, para mi, que me veo obligado a dosificar porque soy incapaz de derrocharla con tanta fuerza como tu.


Recuerdo cuando te cogía en brazos y te sostenía muy cerquita de la orilla, para que pudieses chapotear como un perrillo. Nunca más hubo, ni habrá, en mi vida momento en que me pueda sentir tan orgulloso y completo como ser humano. No pesabas nada y, muchas veces, tuve la sensación de que estabas hecho de aire. Y sí, al igual que cuando te reías a gritos entrecortados con mis tonterías, supongo que la gente de la playa nos observaba con una mezcla de curiosidad, piedad y pena… pero yo nunca tuve pena por ti. Ni de tus piernas arqueadas, ni de tus brazos que parecían coger el aire como dos tenazas dobladas, ni de tus muecas extrañas. Sólo tuve orgullo de ti y ganas de ti, porque todo cuanto nació contigo en tu interior fue tan potente, mágico y extraordinario que se llevaba por delante todos los condicionamientos físicos del mundo.


Sólo te vi llorar una vez. El día en que te regalé aquella camiseta sin mangas que tanta ilusión te hacía. Sé que no lloraste por la camiseta, sino por mí. Y ese día sí… ese día lloré a solas porque fui incapaz de digerir la generosidad de tu reacción.

Nos conocimos tan jóvenes, tan niños, que fue inevitable que me llamasen “el amigo del tontico”. Y sí, yo fui el amigo del tontico, de mi tontico grandioso, inmenso, repleto de estrellas. El que me enseñó que en la fragilidad está el origen de la fortaleza humana, el mismo que me enseñó a no avergonzarme jamás de darle achuchones a aquel ser contrahecho, el que desterró de mí cualquier sentimiento de vergüenza.

Alguna vez, muchas veces, limpié la saliva de tus labios. Sin importarme el qué dirán. Nunca miré alrededor para comprobar si decían o te miraban. Pero también fui consciente de que jamás hubo persona alguna que hiciese intento de hacerlo con descaro, porque los frenaba aquella exhibición desbordante de amistad que parecía ir contra la naturaleza de todas las cosas, pero que en el fondo era la naturaleza misma de todas las cosas.

Muchos no te entendían al hablar; pero yo si. Nos fuimos haciendo grandes y, casi en todas las ocasiones, me bastaba tu balanceo de cabeza para entender hasta el más mínimo de tus pensamientos, porque nuestra comunicación generó un código de entendimiento de orden superior, complicado de descifrar salvo para nosotros.


Cuando aquel ya lejano verano no llegó a amanecer para ti, una mañana muy temprano bajé a la playa y le pedí a las olas que te acunasen, por el resto de mis días, en el mar profundo de mis pensamientos. Mis brazos aún querían sostener tu peso liviano y quebradizo, haciendo aún más dolorosa la sensación de tu ausencia. Detuve mi vida y mi comprensión, incapaz de dar una respuesta lógica a la necesidad brutal y descarnada de volver a sentir tu felicidad envolviendo mi existencia.


Yo quisiera que el mundo estuviese lleno de tonticos como tú. No hay más diversidad que la que quieren imponer las normas que nos diferencian. Somos uno solo. Tu fuiste mi amigo tontico y yo fui el amigo del tontico. Siempre lo diré tan alto y con tanto amor y ternura, ante los demás, porque has sido la única certeza que me ha regalado el destino.

Duerme en tu maravillosa paz, amigo de mi alma.


(Foto: andreas160578 )

Comentarios