Irremediablemente subnormal


He perdido la cuenta de las veces que he tenido esta conversación en los últimos meses.

Seamos honestos. Estamos viviendo una normalidad que yo calificaba, hasta hace poco tiempo, de 'subnormalidad' o normalidad embustera.

Me da la sensación de que, a lo largo de un año y medio muy largo (camino de dos), nuestra mente y nuestro corazón se han confabulado para que seamos capaces de ver cuales son realmente nuestras necesidades más directas. Ciertamente, muchos nos hemos ido llevando una sorpresa detrás de otra.

Si comenzamos por lo más superficial, nuestras aficiones, soy uno de esos miles de “baby boom” que, en el que se supone es el periodo de nuestra vida más asentado, el paso de la pandemia me reencontró conmigo mismo y terminé dando un portazo a más de veinte años de estar en asociaciones, cofradías, clubes, foros, etc... ¿Por qué? Tan fácil como que el confinamiento y el año de desapego posterior me han mostrado que me había olvidado de mi mismo... Y, sí, me he vuelto tremendamente egoísta. Llevo ya muchos meses dedicándome un tiempo que había perdido por estar demasiado absorto en cosas que, ahora lo veo muy claro, no me estaban llenando nada.

Si, repito, soy de esos baby boom que nos hemos vuelto locos por el deporte y con él hemos desterrado todo lo demás. Ya sabéis, los runners y los ciclistas somos una plaga a la que se nos acusa de ser objetos de una obsesión más que una afición. Bueno, aunque lo mío ya viene de muy atrás, la apertura de puertas tras el confinamiento me hizo redescubrir la libertad de correr, correr y correr... solo, conmigo mismo, en una carrera bestial y permanente de la que algunos se ríen (y lo se, vayan a pensar que no) y no pocos intentan corregirme, más por envidia que por un consejo honesto. He puesto a prueba mi propia capacidad alcanzando retos deportivos mucho más gratificantes que los que, hace tan solo dos años, yo creía obtener tomando una copa de vino al término de una mesa redonda en la que todos me hacían la pelota -porque al día siguiente escribiría en el periódico-, mientras aguantaba a algún imbécil pasado de rosca hablándome a dos centímetros de mi nariz. ¿Realmente mi soledad sumando kilómetros no es mucho más atractiva que ese circo de payasos? ¿Cómo no me he dedicado antes a disfrutar a tope de esto, en vez de tanto evento social?

Y he ahí que, con tanta soledad a causa de la pandemia, el verme obligado (como vosotros) a apartarme de todo vínculo asociativo, contribuyó a que se despejasen las nubes que enturbiaban mi personalidad. Tanto que me dije a mi mismo: ¡es tu hora!. Este año y pico ha sido el mejor de mi vida en crecimiento personal, claridad de ideas, creatividad y sueños. Me he sacudido de encima la gruesa capa de cenizas de etapas ya quemadas, acumuladas sobre mi piel... etapas que, sin embargo, me negaba a cerrar y cuyo lastre ya comenzaba a ser insoportable y a encerrarme, en un punto irreversible, en un círculo de confort que me iba a arruinar el resto de mi vida. Y aún no he terminado de cerrar puertas... no hace ni un día que me di cuenta de ello y ahora voy a dar algunos portazos más.

Ha sido como cuanto estás en una fiesta rodeado de borrachos que te agarran por el brazo... se va la luz y aprovechas para escapar. Yo he escapado. No me arrepiento. En esa escapada he dado varios traspiés, me he caído, pero voy hacia adelante y veo en el horizonte cosas que me gustan mucho, muchísimo, y no se trata de ningún espejismo. Me equivocaré, seguro, y también acertaré. Pero en esta nueva etapa yo asumo el cien por cien de lo bueno y lo malo que me pase, sin que meta mano ni Dios.

Si continuamos por lo más emocional, el vínculo directo con las personas, siento como si un arma nuclear hubiese volatilizado el noventa por ciento de mi entorno. Pero lo peor (o lo mejor) es que no lo lamento lo más mínimo. He adelgazado física y psíquicamente. Tenía un empacho de gente tan colosal como, por desgracia, inconsciente. Un distanciamiento tan brutal y repentino como el provocado por el Covid ha aclarado, de manera manifiesta, cual era la verdadera naturaleza y valor de nuestra relación con las personas de nuestro entorno. ¿Y sabéis qué? Que una mañana me levanté y supe, porque lo supe, que no necesitaba nada más que a diez de ellas. Los dedos de dos manos (y de los diez hay tres reservados, de por vida, a mi corazón). Y decidí desinteresarme de todos aquellos que no aportan nada más que ruido de fondo a  mi vida... por lo visto eran demasiados. Mi circulo de amigos es escandalosamente reducido, pero los que están son una auténtica bendición en mi vida.

No acudo a actos sociales en mi tiempo personal. Me provocan angustia y malestar. Porque la pandemia no ha acabado ni con los egos ni con los protagonismos de los mediocres y yo no voy a actuar de comparsa a nadie que no signifique lo más mínimo en mi vida. No participo ni hago más homenajes a nadie. Hice cientos a lo largo de toda mi trayectoria profesional, muchos de ellos a quien no los merecía y no sólo me he hartado, sino que lo digo abiertamente. No formo parte de causas de nadie, porque cuando yo necesité ser causa, sólo estuvieron a la altura muy pocas personas (a las que yo y solo yo les estaré diciendo siempre lo importantes que han sido para mi, ya que cuando necesité ayuda no tuve ni que pedírsela). Bastantes causas he defendido, durante muchos años, por mor de mi trabajo o mi desempeño profesional, gran parte de ellas mediatizadas o encubridoras de a saber qué oscuros intereses. No me implico en más eventos que aquellos que, de puertas adentro de mi casa, me animen a hacerlo porque, de puertas adentro de mi casa, no sólo me conocen muy bien, sino que son perfectamente conscientes de lo tonto que he sido y de lo poco que les he hecho caso a pesar de que siempre tuvieron razón.

Si, yo creía que la normalidad post pandemia era una 'subnormalidad', pero creo que es una maravillosa y clarificadora normalidad. Pienso incluso que aquella ausencia de contaminación del confinamiento nos ayudó a ver mucho mejor el orbe de nuestras relaciones sociales. Hemos descubierto el valor extraordinario de personas con las que nos hemos podido comunicar mucho mejor, y le hemos hecho una peineta al resto. Nada me produce más placer interno que el devolver una sonrisa y un 'a ver si nos vemos' a quien creo que sabe perfectamente que me importa un pito volverlo a ver, porque se me nota y mucho.

La cercanía de la Navidad me horroriza. No me planteo cuantas falsedades tendré que escuchar en eventos sociales porque no pienso ir a ninguno donde yo tenga la más mínima sospecha de que será un baile de pavos reales. En la tranquilidad y el refugio de mi casa siempre habrá una botella de vino, conversación profunda y sinceridad para quien huya de ese teatro absurdo y sienta, al igual que yo, que estamos huérfanos de compartir desde dentro hacia afuera, en voz tenue y ojos brillantes. ¿Por qué hemos perdido todo esto?

La soledad absoluta es imposible, porque evidentemente somos seres sociales. No voy a ser tan necio de negarlo. Yo prefiero, entonces, hablar de autenticidad. Y en ello estoy. No necesito un falso relumbrón, ser protagonista de nada, estar en todos sitios a la vez como hacen aquellos que nacieron frustrados y que tienen que estar haciéndose notar continuamente (como cantaba Cecilia: ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro). Quiero que mi único brillo sea el de la felicidad de sentirme feliz y en paz conmigo mismo y poder regalárselo a unas pocas personas.

Me quedo, pues, con los dedos de las dos manos. En ellos cabe mi mundo, un mundo infinitamente mejor, ese mundo que he descubierto ahora (desgraciadamente a causa de la pandemia) y en el que, con permiso o sin él, me quedo a vivir para siempre por mucho que aún me estoy preguntando: ¿Por qué no lo hice antes?

Comentarios