El compañero de clase con el que no quise ir al cine...


En mis trece o catorce años, el acoso escolar lo tenías que resolver tu sí o sí. O a puñetazos o aguantando el tipo. El concepto de autoestima era como intentar explicarle a un niño-joven qué es un agujero de gusano espacio-temporal. Y en casa no se te podía ocurrir decir ni mú.


En mi clase había un chaval ya crecidito que olía siempre bastante mal. Pero era un tipo gracioso y cordial. Lo del olor, ahora que lo veo con 'perspectiva histórica', tenía más que ver con el desbarajuste hormonal de la edad que con el aseo personal; y que tire la primera piedra el que no haya tenido 'problemillas' con su propio aroma.

Lo cierto es que aquello lo convirtió en carne de cañón del resto de la clase. Ni os cuento la cantidad de apelativos despectivos con que bautizaron a aquel jovenzuelo simpático. Lo que nunca comprendí es que él mismo se riese cuando era ridiculizado... bueno, tal vez si comprendo que era su autodefensa personal, el medio de no hundirse en una vergüenza que le pasaría factura ya de adulto.


En la antítesis yo, y también me llevé mi ración (algo que se agravó por mi 'defecto' de querer aprobar siempre). Mi obsesión por sentirme limpio y vestido con cierta pulcritud era entendida como una afrenta mortal en un contexto, entonces, donde había un término medio varonil un tanto complejo: prohibidas las camisas y pantalón de vestir. Pero yo siempre fui a mi bola y me negué a ser uno más del rebaño. A clase se acudía con camiseta de manga corta, fuese invierno o verano; prohibidas las uñas bien cortadas y obligado, obligadísimo, llevar las famosas Converse (jamás nuevas, siempre descoloridas); todo ello sin pasarse, porque de lo contrario te llamaban 'guarro', 'pordiosero', 'podrido', 'asqueroso', etc. A mi compañero se lo decían continuamente aquellos que de lo único que presumían -pobres infelices- era de las pajas que se habían hecho y de los cigarros que se fumaban en el fin de semana.

Y ¡ojo! esto ocurría en todos los colegios e institutos. No se salvaba ni el Tato. En mi caso siempre fui bastante pragmático y estoico. Con quince años decidí dar la vuelta a la tortilla y sacar la cabeza sobre aquella turba fanática adolescente. Nada más gratificante que contemplar a aquellos que un día me atosigaron aplaudirme a rabiar el día en que me estrené sobre el escenario del instituto. Me había convertido en lo que, ahora, llaman un 'líder' sin utilizar más armas que mi paciencia y mi inteligencia.


Pero entiendo que no todos los niños y jóvenes son tan fuertes para afrontar el ataque (más que acoso) que se puede llegar a sufrir durante una etapa crucial de tu vida.

Uno de los momentos más dolorosos y vergonzantes, para mi, fue cuando aquel chaval que olía tan mal me pidió una cosa. Yo, entonces, era el único que hablaba con él en los recreos:

  • ¿Por qué no quedamos el sábado y vamos al cine? -me preguntó

Algo tan normal como hacen los amigos o compañeros de clase me pareció, en milésimas de segundo, algo terrible y peligroso.

  • No creo que sea buena idea ¿que pasaría si alguien de la clase nos ve?

Así fue como me hice cómplice del aislamiento social de aquel jovenzuelo del instituto. La empatía hacia el chaval se fue a la mierda únicamente por el miedo de que, el lunes siguiente, nos fusilaran a ambos sin ningún tipo de contemplación. Me dio vergüenza que me vieran con él. Pero las almas generosas no tienen en cuenta nuestros resbalones; siguió siendo mi compañero como si nada, entendió mi respuesta y comprendió mi interés más por seguir complaciendo a la manada que el de darle a él un simple respiro de camaradería, de amistad. Algo tan simple como ir al cine.


Yo aprendí una lección inolvidable. Prueba de ello es que lo estoy contando hoy.


Es muy, muy difícil actuar honestamente cuando la presión exterior se cierne sobre nosotros. Somos vulnerables ante lo malo, lo negativo y lo escabroso... nos dejamos arrastrar por ello para evitar mirar de frente a lo realmente limpio y honesto.


No seáis cómplices para arrinconar a nadie, uniros al débil porque entonces ya no será tan débil y los demás se lo pensarán dos veces. El solitario siempre es un blanco para disparar, pero cuando hay dos y unidos ya es más difícil. Y, por supuesto, que nadie os cambie jamás.. y muchos menos los mediocres, por muchos que sean.

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